Nací en Budapest, Hungría, en noviembre de 1935. Mi niñez transcurrió normalmente hasta que fui al colegio a los 6 años. Ahí fue cuando empecé a sentir que era diferente de mis amigos porque yo era judío. Nosotros, los niños judíos, sufríamos abusos continuos. Gracias a unos pocos amigos podíamos sobreponernos a los abusos.
Los problemas reales empezaron a comienzos de 1944. Durante este período los hombres judíos eran conscriptos en batallones de trabajo, mi padre entre ellos. Nuestro único contacto con él era por carta. En agosto de 1944, si mi memoria no me falla, también se llevaron a mi madre. Nos dejaron solos en la casa. Éramos mi hermano, de dos años, y yo, un niño de nueve años de edad. En el barrio se corrió la voz dentro de la comunidad judía que estábamos solos sin padres y nos llevaron a una casa bajo la protección de la embajada sueca. Según mi conocimiento, habían entre 900 y 1000 niños judíos sin padres con nosotros en ese lugar. Un pequeño grupo de voluntarios, probablemente judíos, cuidaban de nuestras necesidades lo más que podían. Las condiciones eran duras. Dormíamos en el piso, no siempre con una sábana, y comíamos una sola comida al día. En octubre o noviembre de 1944 mi madre apareció en el hogar protegido después de escapar de la marcha de la muerte de los alemanes y de los húngaros.
La casa protegida, que era extraterritorial, no siempre era ajena al disturbio. Las bandas antisemitas sabían de nosotros y trataban de sacarnos y llevarnos a los campos de la muerte o ahogarnos en el Danubio. Recuerdo que en una de esas ocasiones una mano invisible impedía que esto pasara e incluso cuando estábamos a punto de ser transportados, éramos retornados a la casa.
En enero de 1945, cuando fuimos liberados, me dijeron que esa mano invisible que nos protegió pertenecía al diplomático sueco Raoul Wallenberg. Es gracias a él que mi hermano y yo, y miles de otros judíos, estamos con vida hoy.