«Lo más inquietante de Adolf Eichmann es que no era un monstruo, sino un ser humano»
Mañana se inaugura en la sede de la ONU en Ginebra la exposición multimedia de la Fundación Internacional Raoul Wallenberg, dedicada al diplomatico sueco desaparecido en Hungría tras salvar a miles de judíos. Peter Z. Malkin es el agente del MOSAD que secuestro al nazi Adolf Eichmann en el año 1960.
Cargo: ex espía del Servicio Secreto Israelí (MOSAD) / 71 años / Formación: ingenieria / Credo: la tradición / Aficiones: deporte, pintura, museos, cine / Sueño: que la gente entienda que ha venido a este mundo para vivir en paz
(NUEVA YORK/TEL AVIV) Las manos de Peter Z. Malkin son tan famosas que los guantes usados aquel 11 de mayo de 1960 están expuestos en el Museo de la Herencia Judía en Nueva York. Se los puso porque le daba asco sentir sobre su piel desnuda «el aliento y la saliva de una boca que había ordenado la muerte de 11 millones de personas», explica el ex agente del Mosad que a las 20:20 horas de ese día, en la calle Garibaldi de Buenos Aires, capturó al nazi Adolf Eichmann, el criminal de guerra más buscado del mundo.
«A cualquier hombre, no hace falta que fuera judío, le hubiera gustado ponerle las manos encima. Más a mí, que perdí a mi única hermana y a mis sobrinos en Auschwitz», señala Malkin en un inglés de marcado acento hebreo, uno de los siete idiomas que aprendió a lo largo de sus 27 años como espía de uno de los mejores servicios secretos del planeta. «Pero me sobrepuse a la emoción que sentí para no poner en peligro la operación», continúa rememorando aquella tarde en la que saltó sobre Eichmann cuando éste regresaba a su casa del trabajo. Por hablar alemán, por ser cinturón negro de kárate, y por tener 10 años de experiencia, fue elegido para formar parte del comando de esa elite. «Le dije: «Un momentito, señor», que era lo único que sabía en español, le tapé la boca y, tras un breve forcejeo, lo metí en el coche donde esperaban mis compañeros». Experto en disfraces, tras 10 días de cautiverio, Malkin lo hizo pasar por un ayudante de vuelo ebrio y lo metió en un avión de El Al con destino a Tel Aviv.
Dos años más tarde, el 31 de mayo de 1962, el nazi fue ahorcado en Jerusalén. Atrás quedó un polémico juicio, inmortalizado por Hannah Arendt en la revista New Yorker bajo el título de la «Banalidad del Mal». A Malkin esa expresión lo saca de quicio: «¿Banalidad? Me da igual como ‘m. se le llame. Fue la muerte más organizada, más profesional que jamás tuvo lugar».
El pasado febrero, los protagonistas de este legendario caso saltaron de nuevo a las primeras páginas porque el Tribunal Supremo de Israel autorizó la publicación de los diarios que Eichmann había escrito en la cárcel antes de morir. Los documentos habían sido requeridos en el proceso por libelo de un historiador revisionista británico, David Irving, que finalmente ha sido condenado. «Nunca estuve de acuerdo con la decisión de Ben-Gurion [ex presidente de Israel] de prohibirlos. Creo en el derecho de la opinión pública a conocer toda la verdad».
En 1977, Malkin abandonó el Mosad, se marchó a vivir a Nueva York y allí se dedicó a la pintura y a la escritura. Como medio de vida, se convirtió en asesor internacional de terrorismo, algo que todavía hace, además de impartir cursos a estudiantes en escuelas de negocios. En el País Vasco ha sido requerido una sola vez, pero se niega a explicar para qué: «Me limito a aconsejar a los países que sufren de terrorismo lo que pueden hacer. Yo es lo que he hecho toda mi vida, luchar contra el terrorismo. Para mí está claro: si no puedes negociar con los terroristas, lo mejor es adelantarse a lo que van a hacer para evitar que se produzcan víctimas. Para eso hay que tener informadores dentro de la organización. La información ha sido mi verdadero trabajo siempre: prevenir el terror recabando información». Del resto de España, y de lo mucho que le gusta nuestro país, sí habla. De sus 20 visitas al Museo del Prado, de las tardías cenas, de la herencia judía.
El oficio de agente secreto lo aprendió pronto. Tenía sólo 10 años cuando, tras ser pateado por unos soldados británicos en el puerto israelí de Haifa, se unió a la Haganah, la organización secreta que luchaba contra el poder colonial. Ni padres ni hermanos sabían a qué se dedicaba el pequeño Peter cuando no estaba en el colegio.
– ¿Cómo es un buen espía?-Mi mejor arma es mi mente. Nunca he llevado una pistola encima, y nunca he matado a nadie con un arma. Esto yo lo enseño ahora en los cursos internacionales que imparto: el secreto de las victorias, de todas las victorias, es laconcentración. Hay que olvidarse de todo menos de lo que hay que hacer. Uno puede aprender a concentrarse de tal forma que no sienta ni dolor. Además, lo más absurdo que puede hacer un espía es llevar una pistola encima: ¡es lo primero que te quitan en una frontera!».
– Por lo que cuenta en sus cursos, ser miembro del Mosad es como hacer un master de negocios en Harvard.-Absolutamente. Todo en la vida está relacionado con los negocios. Si yo voy a hacer una operación, del tipo que sea, lo primero que tengo que preguntarme es cuánto me va a costar. A mis cursos acuden millonarios. A todos les digo lo mismo: el siguiente paso es la información, saber si se puede hacer solo o si uno necesita ayuda. Si se necesita ayuda, hay que encontrar a las personas adecuadas. Y así. La lógica es siempre la misma, sea para una operación secreta, sea para un negocio. Hay que ver cuánto tiempo hay que emplear, y qué ocurre si fracaso. Cada paso que se dé tiene que tener una cover story detrás. Hay que preorganizarlo todo, no dejar nada a la casualidad. De nuevo volvemos al inicio: se trata de hacer todo siempre lo mejor posible.
– ¿Es el Mosad el mejor servicio secreto del mundo?-La pregunta correcta es en qué son mejores, no quiénes. Los norteamericanos son los mejores en cuestión de tecnología: tienen los satélites y los misiles. Ellos se comportan como elefantes y nosotros (el Mosad) como moscas, porque luchamos contra otras moscas, que son los árabes. Yo le dije a un espía norteamericano: un elefante no puede matar a una mosca, y una mosca no puede matar a un elefante. Colaboremos, pues. En estilo, son mejores los británicos. Tienen mucha experiencia, se saben todos los trucos. Los rusos son muy violentos, y en la etapa del comunismo tenían muchos agentes porque tenían muchos simpatizantes. Así que cada servicio secreto tiene su fuerte. El Mosad se hizo conocido por el valor de sus agentes. Pero dadas las circunstancias, no teníamos más remedio que ser así.
Las bellas mujeres, el lujo, y toda la literatura bondiana del genial Ian Fleming son «tonterías», afirma Malkin. El trabajo del agente es duro, y al final, como en cualquier organización del mundo, «hay unos 20 o así que son excelentes, y el resto son seguidores. Siempre ha sido así, y siempre lo será: sólo hay una docena de personas que, en la Historia, cambian el mundo, que marcan la diferencia».
Como había hecho de niño, en el Mosad supo guardar el secreto. Hasta 1981, nunca nadie oyó de su boca que él había capturado a Eichmann. Sólo una vez rompió la regla: cuando su madre estaba muriéndose, decidió contarle que, a su manera, había contribuido a vengar el asesinato de su hermana Fruma. A ella está dedicado el libro Eichmann en mis manos que hoy muestra en la sede neoyorquina de la Fundación Raoul Wallenberg, creada en honor del diplomático sueco desaparecido tras entregar salvoconductos a cuantos judíos pudo para que salieran de Hungría.
– ¿Ha logrado entender por qué ocurrió el Holocausto?-Cuarenta años después de haber capturado a Eichmann sigo sin saber por qué lo hizo. Tampoco entiendo cómo fue posible que el mundo permitiera que el Holocausto sucediera. Los aliados pudieron haber bombardeado los raíles que llevaban a los campos de concentración y no lo hicieron. Nadie los tocó, nadie estuvo allí, nadie los vio. Cuando llego a Berlín, no puedo olvidar que Hitler dirigió desde allí el Holocausto. Veo a la gente besándose, amándose, y me parece fantástico. Pero cuando veo a un hombre mayor, no puedo evitar preguntarme qué hizo él durante la guerra. Es imposible, no puedo evitarlo. No es amargura. Nunca quise matar a Eichmann, nunca. ¿Qué es la vida de un hombre comparada con la de 11 millones? Lo importante es entender, y yo nunca pude entenderlo. Ni a él ni a los alemanes, una nación tan cultivada. ¿Podría usted entenderlo? ¿Pudo hacerlo mi hermana con dos niños que saben que van a morir, que no se van a ver nunca más, que nadie los va a proteger, quevan a la cámara de gas? ¿Alguien podría describir el miedo de esos niños, de esa madre? Fue tan terrible que yo nunca lo entenderé, no creo que nunca nadie pueda comprenderlo. Sólo los nazis. Vaya tontería. Dos de cada tres alemanes lo sabían, y lo aceptaron. Si después de pasarme 10 días hablando con él yo no lo entendí, no hay nadie que pueda hacerlo. Porque lo más inquietante de Adolf Eichmann es que no era un monstruo, sino un ser humano. Era una persona muy normal.
En la Fundación Raoul Wallenberg está también el retrato original de Wallenberg, pintado por Malkin porque el argentino Baruj Tenembaum, inspirador de esta fundación, se lo pidió debido al valor de sus manos: «Fue un honor para mí». En estas oficinas está también la primera cinta de la entrevista, que luego se borró, y que hubo que reponer por teléfono entre Madrid y Tel Aviv.
Wallenberg es el tercer hombre de una historia que culmina mañana, en Ginebra, con la entrega de una escultura a la española Adela Quijano, viuda del diplomático español Angel Sanz Briz, otro «Justo de la Humanidad» que arriesgó su vida para salvar a judíos del Holocausto. Sobre la mesa del presidente del Gobierno español, José María Aznar, con fecha del pasado 15 de junio, hay una carta invitándole a unir su nombre al de otros como Gerald Ford o Vaclav Havel en la lista de miembros honorarios.
Las vidas de Malkin, Eichmann y Wallenberg sólo coinciden geográficamente en la Europa de 1933. En un shtetl del este de Polonia, con cuatro años y medio de edad, Malkin se marcha a Palestina con sus padres y dos de sus hermanos huyendo de los pogromos. Atrás quedan la mencionada Fruma y sus dos hijos, para quien no hay más visados. En Austria, el joven sargento de las SS, Adolf Eichmann, con tan sólo 27 años, iniciaba su imparable ascenso en la jerarquía nazi hasta acuñar el término la Solución Final para el exterminio de los judíos europeos. En Suecia, el joven Raoul Wallenberg, de 21 años, miembro de una acaudalada familia de banqueros, se preparaba para ser diplomático.
Mañana estarán de nuevo en Ginebra. Tras los servicios prestados a su país como espía, Malkin cree que lo mejor que puede hacer es colaborar desde la Fundación para que la Humanidad nunca olvide el Holocausto. Entre Nueva York, París y Tel Aviv, Malkin sigue manteniendo la costumbre que adquirió de niño: dormir sólo tres o cuatro horas al día. Empieza a pintar pasada la medianoche y se acuesta sobre las cinco. A las ocho o las nueve de la mañana, ya está de nuevo en pie. Sigue corriendo 10 kilómetros cada dos días y, orgulloso, explica que tarda una hora: «El ser humano tiene dentro de sí mismo el poder para hacerlo todo, hasta el de curarse. Lo importante es saber hablarse a uno mismo, y para eso hay que pasar tiempo en soledad. Por poco práctico que seas, siempre encuentras la solución a los problemas».
Hay uno que él querría ver solucionado, estos días de reunión en Camp David entre Barak y Arafat: «Estoy cansado de ver a los árabes y los judíos peleándose sin darse cuenta de que hoy en día el territorio no es importante, que lo que importa es el conocimiento, la ciencia. Estoy pintando un gran cuadro que va a exhibirse en un museo de Dallas. Se llama «Después de la guerra, sueños rotos». ¿Quién se acuerda de un solo nombre de un solo soldado de los que luchó con Napoleón. Qué absurdo».