Seguir recordado a Wallenberg es una obligación moral. Monumentos y calles en muchos países del mundo llevan su nombre en agradecimiento. Buenos Aires lo recuerda con un busto conmemorativo en la avenida Figueroa Alcorta y la calle Austria.
Raoul Wallenberg fue un diplomático sueco recordado en el mundo entero por las extraordinarias acciones de rescate de judíos húngaros durante la Segunda Guerra Mundial. Desde la Legación de Suecia en Budapest, salvó a decenas de miles de hombres, mujeres y niños de ser enviados a campos de exterminio. Su misión de salvamento es una de las más notables en la historia. A 71 años de su repudiable desaparición por tropas soviéticas, puede, por fin, descansar en paz. La Superintendencia de Impuestos del Gobierno sueco, en octubre del 2016, lo ha declarado oficialmente muerto al 31 de julio de 1952.
La fecha es ficticia. Fue elegida por ser cinco años después de que desapareciera. Ese procedimiento cumple con una ley sueca que se aplica cuando las circunstancias de la muerte de alguien no están claras, aunque nadie duda de que Wallenberg fuera asesinado por la Unión Soviética. Tras su importante comportamiento humanitario, en enero de 1945, la Smersh, la agencia de contrainteligencia de la Unión Soviética, lo arrestó en Budapest por acusaciones de espionaje y lo envió a Moscú.
Presuntamente, según una nota de la Cancillería soviética de 1957, falleció de un ataque al corazón, en 1947, a la edad de 34 años, en la siniestra prisión de Lubianka. Otras versiones indican que murió en un gulag estalinista, en 1952. La familia de Wallenberg se mantuvo escéptica y pasó décadas intentando descubrir lo que realmente le había sucedido. Nunca, hasta al día de hoy, recibió respuestas convincentes.
El Gobierno sueco, a través de la agencia tributaria, cierra finalmente el caso sin que por esto se resuelva el misterio que rodeó su final. El mundo debería conocer esa historia. No es aceptable que ese capítulo tan triste de la vida de Raoul Wallemberg pase al olvido. Resulta, cuanto mínimo, curioso que los amplios archivos de la policía política soviética no hayan dado mayores datos sobre el destino de una personalidad tan relevante, en particular cuando se sabe que fue detenido por un oficial de la KGB llamado Leonid Brezhnev, la misma persona que años después (1964-1982), como secretario general del Partido Comunista, estuviera al frente del Kremlin. Es penoso que Moscú se haya lavado las manos para aclarar con responsabilidad tantas incógnitas.
Seguir recordado a Wallenberg es una obligación moral. Monumentos y calles en muchos países del mundo llevan su nombre en agradecimiento. Buenos Aires lo recuerda con un busto conmemorativo en la avenida Figueroa Alcorta y la calle Austria. En Yad Vashem, el Museo del Holocausto en Jerusalén, tiene un lugar destacado en la avenida «Los justos entre las naciones». Uno de los seiscientos árboles que conmemoran a los hombres y las mujeres de diferentes religiones y etnias que arriesgaron su vida en el esfuerzo de salvar judíos en medio de la persecución lleva su nombre. Donde sea que se encuentren los restos de Raoul Wallenberg, Dios quiera que ahora descansen en paz.