Sigue la polémica sobre el destino del diplomático sueco que salvó a miles de judíos.
- Los rusos lo acusaron de ser un espía y lo arrestaron
- Fue un héroe olvidado durante años y ahora es reivindicado
- Rusia y Suecia discrepan sobre cómo murió
El 13 de enero de 1945 un hombre esperaba de pie, junto a una gran bandera sueca, la llegada de las tropas soviéticas que liberarían Hungría. Creyó que, por fin, estaba a salvo. Se equivocó. Cuatro días después fue detenido junto a su chofer, acusado de ser un espía de Estados Unidos, y nunca más se supo de él.
Hoy, cuando se cumplen 56 años de la desaparición de Raoul Wallenberg, la suerte corrida por el joven diplomático que logró salvar a miles de judíos húngaros de las garras del nazismo continúa siendo un misterio. Durante la última década, una comisión de expertos rusos y suecos se empeñó en tratar de reconstruir un rompecabezas al que aún le falta la mayoría de las piezas.
Los 71 volúmenes de documentos recién difundidos por los investigadores apenas pudieron arrojar algo de luz sobre el pozo negro que parece haberse tragado a Wallenberg. Ni siquiera los propios miembros del equipo logran llegar a un acuerdo: los rusos insistieron durante años que el prisionero sueco había muerto en 1947 de un infarto en la temida cárcel de Lubianka.
Luego, en diciembre último, el Kremlin se desmintió a sí mismo y reveló que Wallenberg fue fusilado por los servicios secretos soviéticos, también en 1947.
Rumores y leyendas
Por otro lado, los miembros suecos del panel creen que el héroe sin tumba sobrevivió más allá de 1947. Muchos dicen que fue retenido en las prisiones stalinistas para ser canjeado por desertores soviéticos en Occidente. Otros aseguran que murió en una clínica psiquiátrica rusa, tan tarde como 1989. El primer ministro sueco, Goran Persson, afirmó incluso que ”no es imposible” que su compatriota esté aún vivo.
”Las investigaciones no han arrojado hasta ahora ninguna evidencia concreta. Pero nosotros seguiremos trabajando hasta obtener la verdad”. Del otro lado de la línea, Nina Lagergren, medio hermana de Wallenberg, suena inquebrantable. Siempre lo ha sido.
Durante más de medio siglo, esta mujer de 79 años, cuatro hijos y diez nietos jamás cejó en la búsqueda de su hermano. Las pistas falsas, las noticias devastadoras o, peor aún, los largos años sin novedades, no lograron detener la cruzada de Lagergren, un legado que dice haber heredado de su madre.
”Mamá murió en 1979, convencida de que podría haber hecho más para encontrar a su hijo”, dice Lagergren a La Nación desde Estocolmo. Y evoca la angustia de Maj Wising, madre de Nina y Raoul, con los puños crispados, los dientes apretados, esperando en vano que sonara el teléfono.
”Lo importante es demostrarle al mundo que un hombre sí puede hacer una diferencia”, subraya. Actualmente, Lagergren es una de las cabezas de la fundación internacional que lleva el nombre de su hermano y que busca promover su ejemplo de solidaridad.
Audaz y poco convencional
Raoul Wallenberg, ciertamente, hizo una gran diferencia. Y de ello pueden dar crédito los 20 mil judíos (o 100 mil, según las versiones) que, gracias a él, se burlaron de una muerte segura en los campos de exterminio nazis.
El joven sueco, que había nacido en 1912 en el seno de una prominente dinastía de banqueros y diplomáticos, fue elegido por la Junta de Refugiados de Guerra de los Estados Unidos como ciudadano de un país neutral, para detener las deportaciones en Hungría. El mundo comenzaba a comprender el verdadero significado de la ”solución final” de Hitler, luego de que dos judíos que lograron escapar de Auschwitz describieran lo que ocurría detrás de los alambres de púa y se convirtieran así en el primer testimonio vivo del horror.
Cuando Wallenberg llegó a Budapest, en julio de 1944, más de 400 mil hombres, mujeres y niños habían sido enviados a las cámaras de gas y hornos crematorios de Austria y Polonia. Aún quedaban 230 mil.
El joven de 31 años abandonó la diplomacia tradicional y recurrió a métodos menos convencionales para intentar salvar la mayor cantidad posible de vidas. Todo era válido, desde la extorsión hasta el soborno.
La primera misión del audaz diplomático fue diseñar los Shutzpass, pasaportes suecos que otorgaban inmunidad a sus poseedores. Consciente del hecho de que los alemanes se impresionaban fácilmente con símbolos vistosos, Wallenberg imprimió los documentos en los colores de la corona, azul y oro, y los engalardonó con los correspondientes sellos y firmas gubernamentales. Persuadió a los alemanes para que lo dejaran emitir 4500 visados, aunque de hecho distribuyó tres veces esa cantidad.
El mismo solía recorrer los andenes de tren e incluso se trepaba a los techos de los vagones, atestados de judíos a punto de ser deportados, para entregar los salvoconductos suecos a todas las manos que podían alcanzarlo.
Aún más osadas eran sus intervenciones en las llamadas marchas de la muerte, cuando irrumpía en medio de las caravanas infrahumanas y, señalando a algún hombre atónito gritaba: ”Eh, usted, deme su pasaporte sueco y métase en esta fila”. Repetía la farsa cuantas veces podía, mientras los inicialmente desconcertados judíos se llevaban las manos a los bolsillos en busca de cualquier tipo de identificación, fuera una licencia de conducir o un certificado de nacimiento.
Los candidatos al exterminio se escondían luego en las casas suecas, 32 edificios que alquiló Wallenberg y que disfrazó con nombres como Biblioteca de Suecia o Cruz Roja de Suecia. Allí flameaban las banderas del país nórdico, todo un símbolo de la inmunidad diplomática. Allí encontraron refugio cerca de 15 mil judíos. Y allí esperó Wallenberg, de pie, la entrada triunfal del Ejército Rojo.
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