Ignacio, mi nieto, contempla desconcertado el papel amarillo, desteñido por el tiempo, que acabo de poner en sus manos. Le digo que forma parte de su regalo de cumpleaños y él sonríe al creer que le estoy haciendo una broma. Entonces, lo miro a los ojos y agrego que esa hoja envejecida, que parece no tener ningún valor, significó, cuando yo tenía trece años (la misma edad que él esta cumpliendo) la diferencia entre la vida y la muerte. Insisto diciendo que si no fuera por esa hojita, probablemente ninguno de nosotros dos estaría hoy aquí, celebrando.
Ahora, Ignacio vuelve a mirar con mas atención el documento desteñido y advierte un sello en el que antes no había reparado.
-Que es esto?- me pregunta.
-El escudo de la casa real de Suecia.
Mi nieto comprende que allí hay una historia y empiezo a recordar.
II
El rumor del agua es la música que acompaño mi infancia. Los recuerdos más intensos y lejaños de Budapest, mi ciudad natal, están asociados con el agua. No solo porque los dos centros históricos, Buda y Pest, están a orillas del rió Danubio, sino porque toda la capital de Hungría rebosa de fuentes y piscinas de aguas termales.
En el veraño, mi familia y yo solíamos ir a Gellert, el más popular de los balnearios. Todavía puedo sentir la excitación de sumergirme en la piscina de olas artificiales que me alzaban hasta lo alto de la cresta en ondulantes movimientos. Por aquel entonces, tenia solo ocho años y el mundo era un lugar seguro al abrigo del amor de mis padres. Pero, de pronto, caímos en picada desde lo alto de la ola y nuestra apacible vida cambio para siempre.
El 1 de septiembre de 1939, con el pretexto de reincorporar la ciudad de Danzig a Alemania, Hitler invadió Polonia y así comenzó la Segunda Guerra Mundial. Mi país, Hungria, que un año antes se había beneficiado con el reparto del territorio de Checoslovaquia, se alineo junto a la Alemania nazi.
Pronto comprendieron Janos, mi papa, y Bartha, mi mama, que a las calamidades de la guerra se sumaba para nosotros una grave amenaza: la persecución a causa de nuestro origen. No había mas que ver lo que había sucedido en Polonia: apenas los nazis la ocuparon, se desato la caza de judíos.
Desde mi mirada infantil, yo no podía entender el peligro.
-Pero si nosotros los húngaros somos amigos de los alemanes –argumentaba- por que nos harían daño?
Quizás para tranquilizarme, pensaba que mis padres exageraban. Durante los años que siguieron, pese a la guerra, continué yendo a la escuela y haciendo una vida que, aun con miedo y escasez de toda clase, parecía normal. Hasta que llego el fatídico 1944.
Aquel año, Alemania y sus países amigos (entre los que estaba Hungría), se encaminaban definitivamente hacia la derrota. Los rusos, que aliados con Inglaterra, Francia y EE.UU. peleaban contra los alemanes, avanzaban sin detenerse sobre Rumania y Bulgaria y amenazaban con llegar hasta mi país. El comandante Horthy, al frente del gobierno húngaro, solicito a los rusos una tregua. Los nazis consideraron este pedido como una traición. Temían que, a través de nuestro territorio, los enemigos penetraran, finalmente, en Alemania. Para evitarlo, invadieron Hungría.
En ese entonces, yo tenia trece años. Duramente me toco comprender cuanto de verdad había en los temores de mis padres. Inmediatamente, los invasores pusieron en practica contra los judíos húngaros la política de muerte que llevaban a cabo en todos los países ocupados.
Mis padres y yo, junto con miles de personas, fuimos arrancados de nuestras casas y confinados al encierro del gueto(1). Aquel era un invierno crudo y nosotros nos hacinábamos en cuartos miserables y oscuros, sin calefacción ni luz bajo la constante amenaza de que cualquier gesto nos costara la vida. Una vez por día, lográbamos comer un pedazo de pan. Recuerdo que, pese a todo, yo seguía oyendo el rumor del agua, la música de Budapest, y eso mantenía viva mi esperanza.
Finalmente, un día en que empezaba a asomar el sol de abril, nos desalojaron violentamente del gueto y nos arrastraron hasta la estación de tren del Este.
En épocas felices, desde allí partíamos para visitar a mis abuelos que vivían en el campo, ese que se llena de flores amarillas en primavera. Ahora, en cambio, desde allí partiríamos en trenes de ganado hacia el campo de la muerte.
Caminaba junto a los demás, luchando para contener las lagrimas. Tenia tanto miedo!. A mi lado marchaba una mujer joven que llevaba un bebe en sus brazos. Estabamos ya en el anden de la estación, cuando uno de los inmensos perros negros que sostenía un oficial se abalanzo sobre mí. Aterrorizado, caí al suelo. Los soldados reían de mi pánico. La bocaza del perro descubrió los afilados dientes a centímetros de mi cara, cuando de pronto oí una voz desconocida que exclamaba.
-Déjenlo! Ese muchacho esta bajo la protección del rey de Suecia!
El que sostenía a la amenazante bestia, tiro de la correa y la contuvo. Mire al que acababa de hablar: era un joven de unos treinta años, delgado y elegante. Vestía un largo sobretodo azul y peinaba hacia atrás el cabello rubio y lacio. Con gesto decidido, extendió frente al oficial un papel amarillo que llevaba el escudo de la casa real de Suecia. Nunca supe bien por que los alemanes, que no se detenían frente a nada, manifestaban tanto respeto por los sellos y los documentos.
Aquel día, Raoul Wallenberg(2) (luego supe que ese era el nombre de mi salvador) logro rescatar decenas de judíos de los trenes de la muerte. Durante los meses que siguieron, trabaje junto a el en la embajada de Suecia, país neutral durante la guerra.
Empleado como cadete, yo mismo repartí entre mis hermaños aquellos papeles amarillos que significaban la diferencia entre vivir y morir.
Han pasado mas de cincuenta años y no se me borra la imagen de aquel hombre valiente y solidario, trepado a los techos de los trenes de ganado, entregando a maños llenas los documentos salvadores. Y no puedo dejar de pensar en la ironía del destino.
En 1945, cuando los nazis se rindieron y los rusos entraron finalmente en Budapest, Wallenberg había logrado rescatar de la furia de los victimarios a mas de cien mil judíos. Sin embargo, el mismo no pudo salvarse. El 17 de enero de 1945 fue visto por ultima vez cuando visitaba un cuartel militar de la que era, en aquel momento, la Unión de las Republicas Socialistas Soviéticas.
Los rusos, que los hicieron prisionero, aseguran que el diplomático sueco murió en la cárcel en 1947. Pero no hay ninguna prueba de que eso sea cierto. Se cree que quienes lo capturaron sospechaban que era un espía al servicio de los EE.UU. o, tal vez, desconfiaron de sus contactos con los alemanes.
-No hubo para Raoul Wallenberg un papel salvador así como no hay una tumba donde homenajearlo(3), -concluyo mi relato.
Ignacio vuelve a mirar el papel que sostiene en sus maños y me dice que lo va a guardar cuidadosamente y que, cuando el hijo que alguna vez tendrá, cumpla trece años, se lo legará junto con mi historia. Nos abrazamos y, entonces, para mi más absoluta sorpresa, él murmura en mi oído las siguientes palabras: ”Isten eltessen sokaig/a fuled erjen bokaig”.
¿-Quién te enseño eso?,- pregunto azorado.
-Mi papa! ¿Quién mas?. Pero la verdad es que no sé que quiere decir. Él me dijo que te preguntara a vos. Para sorprenderme, mi hijo hizo que el suyo aprendiera el más enigmático de los saludos de mi pueblo: ”Que Dios te conceda larga vida y que tus orejas te lleguen a los tobillos”.
Traduzco para Ignacio las extrañas palabras. Nos reímos un largo rato y luego nos vamos juntos a soplar las velitas que consagran sus felices y vitales trece años.
(1) Gueto: barrio cerrado destinado a aislar a los judíos.
(2) Cuando en 1944, le propusieron trabajar en Budapest para ayudar a la comunidad judía, abandono un exitoso puesto en una empresa privada por una misión de riesgo. Wallenberg pertenecía a una aristocrática familia de banqueros y estadistas y tenia todas las condiciones para llevar una vida fácil y cómoda.
(3) En Buenos Aires, en la plaza de Figueroa Alcorta y Austria, hay un monumento que recuerda a Wallenberg.