El pasado 20 de junio tuvo lugar en Buenos Aires un significativo acontecimiento. El embajador de Suecia ante nuestro país, Peter Landelius, entregó a su colega de Polonia, Eugeniusz Noworyta, una escultura para el gobierno de Varsovia. El acto se realizó en la sede polaca, ante una numerosa concurrencia. Se trataba del homenaje que realizaba la Fundación Raoul Wallenberg al legendario Jan Karski.
Raoul Wallenberg fue el joven diplomático sueco que arriesgó su vida para salvar a decenas de miles de judíos húngaros cuando los nazis empezaron a deportarlos en forma masiva. Jan Karski fue otro diplomático, pero de nacionalidad polaca, que también puso en riesgo su vida para denunciar la febril la maquinaria asesina del Tercer Reich.
Karski nació poco antes de la Primera Guerra Mundial en la ciudad de Lodz, Polonia, en el seno de una familia católica. Realizó estudios con los jesuitas y cursó la carrera de derecho. Cultivó varios idiomas, viajó por casi toda Europa e ingresó en la carrera diplomática. Era refinado, elegante y muy devoto.
Fue llamado a las armas en 1939, cuando el mundo empezaba a incendiarse por el belicismo de Hitler. Poco después, tras haber sido repartida Polonia entre Alemania y la Unión Soviética, fue tomado prisionero por el Ejército Rojo y llevado a un campo de concentración. Logró escapar y se encaminó hacia la parte ocupada por los nazis, donde habían empezado los grupos de resistencia.
”Un anónimo mensajero”
Su conocimiento de lenguas y de países determinó que le encomendaran la temeraria misión de correo. Sus heroicas acciones alcanzaron niveles de mito.
Provisto de una extraordinaria memoria, tanto visual como de textos, cruzó líneas calientes para transmitir información secreta a los diversos focos de la resistencia polaca y de estos a los agentes del gobierno en el exilio. En junio de 1940 cayó en una trampa, fue arrestado por la Gestapo en Eslovaquia y sometido a vejaciones. Temió que las torturas pudiesen arrancarle una confesión que pusiera en peligro a otros, y, pese a su catolicismo, intentó abrirse las venas con una hoja de afeitar que llevaba disimulada en la suela de un zapato. Pero fue rescatado a tiempo por la resistencia mediante una acción de película y llevado a un lugar seguro donde pudiese recuperar la salud quebrada por las sádicas palizas. Unos meses de cuidado le permitieron reanudar su tarea, que creció en importancia y consecuencias.
Con modestia, en los libros y declaraciones que produjo Jan Karski después de la guerra, decía que había sido apenas ”un anónimo mensajero”. Pero esa función lo obligó a cruzar barreras detrás de las cuales acechaba la muerte. Pese a su solitaria actuación, llegó a los más encumbrados jefes de Europa y los Estados Unidos, así como a infinidad de escritores y periodistas. ”Mis credenciales eran las cicatrices y algunas condecoraciones militares.” Gracias a él pudo saberse sobre la estructura del movimiento clandestino polaco, las relaciones entre organizaciones políticas y militares, los métodos de la resistencia, la prensa subterránea, las características de la opresión nazi. Finalmente, incorporó en sus informes la matanza de judíos, cuya sistematización y eficacia no tenía precedentes.
”Yo vi Belzec”
Se acostumbró a exponer en forma clara durante no más de veinte minutos. Y sólo dedicaba los minutos finales a la tragedia de los judíos. Esta última parte, empero, se convirtió en lo que denominaría con orgullo ”mi misión judía”. Su inesperada ”misión” apareció poco antes de escabullirse hacia Londres. Estaba dedicado a reunir mensajes y documentación falsa cuando le avisaron que los representantes de dos organizaciones judías clandestinas querían verlo. Karski pidió autorización al jefe de la resistencia polaca, el gordo y viejo Cyril Ratajski, que respondió: ”Jan, usted debe ayudarlos”.
Mantuvo dramáticas reuniones con ambos dirigentes. ”Me dieron sus mensajes, ¡terribles mensajes! Lo que sucedía no tenía paralelo. Los nazis habían decidido asesinar a toda la población judía del mundo.”
Comprendió que no alcanzaba con transmitir informes de terceros, así que, antes de abandonar su tierra, decidió ver la realidad con sus propios ojos. Cosió la estrella de David a su raído saco y se introdujo dos veces en el gueto de Varsovia. Era octubre de 1942. De las originales 600 mil víctimas que los nazis habían amontonado al comienzo, solo quedaban unas 50 mil; el resto había sido enviado a las cámaras de gas. Las escenas de espanto que registró allí no solo confirmaban los informes, sino que lo impulsaron a visitar un campo de exterminio. No prestó atención al riesgo e ingresó en Belzec. En sus memorias lo recuerda: ”Yo vi Belzec. Estuve menos de una hora y fue suficiente. No lo pude soportar. Sufrí una suerte de quebrantamiento nervioso. Después que salí del campo vomité sangre”.
Llegó a Londres en forma secreta y se entrevistó con funcionarios polacos, ingleses y norteamericanos. Después de hablar con el presidente del gobierno polaco en el exilio, en diciembre de 1942, este, conmovido, se dirigió a los aliados para que advirtiesen a los alemanes sobre su responsabilidad por los crímenes. El presidente también mandó una carta al papa Pío XII, del que nunca obtuvo respuesta: ”A sus pies, Santo Padre, le imploro su intervención en favor de los ciudadanos polacos, judíos y no judíos”.
El ministro británico de Asuntos Extranjeros, Anthony Eden, replicó a cada una de las demandas formuladas por Karski con un terminante ”no”; ni siquiera permitiría el ingreso en Palestina de los refugiados que a duras penas lograban huir del infierno. Karski tampoco logró conmover al Gabinete de Guerra. En sus encuentros con escritores y periodistas, obtuvo resultados variopintos, que iban desde las lágrimas hasta expresiones escépticas: H. G. Wells, por ejemplo, prefirió divagar sobre las causas del antisemitismo en vez de unirse a medidas de rescate.
En 1943, luego del increíble levantamiento del gueto de Varsovia, Jan Karski fue enviado a los Estados Unidos. Allí desplegó una actividad enloquecida que lo llevó hasta el Salón Oval. El presidente Franklin D. Roosevelt lo retuvo durante cuatro horas, interesado por los problemas políticos del otro lado de la frontera. Aunque se preocupó por la tragedia de los judíos, Roosevelt no estuvo dispuesto a distraer esfuerzos: no destruiría los trenes que llevaban multitudes hacia el matadero, ni bombardearía los campos de exterminio. Karski se dirigió entonces a otros líderes, funcionarios, obispos y comunicadores, los cuales le manifestaron simpatía pero eligieron suponer que su informe exageraba.
”Después de la guerra -escribió-, los líderes de Occidente manifestaron su horror por lo que había sucedido. Estas personalidades insistían en que habían ignorado las políticas genocidas del Tercer Reich, porque fueron mantenidas en secreto. Semejante versión, sin embargo, es falsa. ¡Ellos sabían!”
Lo supieron gracias a este polaco inolvidable, católico, valiente y de noble corazón, que fue incluido en Jerusalén entre los justos que inyectan dignidad al mundo, y al cual la Fundación Wallenberg acaba de rendir homenaje desde Buenos Aires.
El último libro de Marcos Aguinis es El atroz encanto de ser argentinos.