La escuelita humilde “Nuestra Señora del Carmen”, en San Fernando, en dónde estuvimos el 30 de septiembre, es la más pobre de todas las que visitamos y la única en dónde nos sirvieron un café, con una gentileza conmovedora. En ese rato tuvimos oportunidad de preguntar a una de las profesoras cómo era el grupo con el que íbamos a trabajar. “Familias que no aparecen en todo el año, madres que cobran planes y se quedan tomando mate en la casa. A las reuniones vienen sólo los padres de los chicos que andan bien, y los otros … están en la droga, roban.”
La realidad de estos chicos nos sacudió. Entendimos que el tema de la Segunda Guerra Mundial y del Holocausto no iba a movilizar. Había que empezar por otro lado. De Wallenberg usamos los valores que mejor podían llegar en esas circunstancias:
– La convicción de actuar por una causa justa.
– El coraje de atreverse a actuar a pesar de que muchos millones de personas no pensaban cómo él.
– La certeza de que se puede luchar contra la maldad
A partir de estas ideas provocamos un debate sobre:
– Lo que consideraban justo o injusto
– La influencia que tiene un grupo y lo difícil que es oponerse a una mayoría
– La esperanza o desesperanza en que se puede luchar contra la maldad
– El miedo
La mayoría de los alumnos participaba pasivamente: se sentían sus miradas. Sólo dos o tres hablaron y ellos fueron nuestros guías para saber cómo seguir trabajando.
Apareció una tendencia muy marcada: la creencia en que no vale la pena hacer nada, las cosas están mal y van a seguir estando mal… “salís a la calle y te pueden matar”. Prestamos mucha atención a ese sentimiento y tratamos de ponernos en el lugar del que mata:
“¿No sabe que esa persona que tiene enfrente es un ser humano como él?… ¿No se siente él mismo un ser humano… ¿La vida ya no tiene valor o no tiene sentido?”. Los chicos no hablaban, pero miraban de reojo. Probablemente nunca se habían hecho esas preguntas.
Finalmente, les dijimos que nosotros confiábamos en ellos. Con delicadeza, insinuamos que muchos chicos crecen sin sentirse reconocidos, sin saber que cuentan para alguien, sintiéndose una basura, una cosa.
Creo que fue mi experiencia como psicoanalista la que me hizo percibir ese sentimiento en ellos. Tuve la impresión de que, en el fondo, esos pibes estaban descreídos porque nadie creía en ellos.
Por esta razón insistimos tanto en que uno tiene que ayudarse a uno mismo ya que no siempre se recibe ayuda de la familia o de la sociedad. Y lo dijimos de corazón, porque salimos convencidos de que estos chicos de 14 y 15 años no esperan nada bueno de los adultos en general.
Nos fuimos comentando entre nosotros: Ahora, cuando vuelvan a sus casas, con qué se encontrarán. ¿Quedará algo de nuestro paso por ahí?
Licenciada Diana Liniado
Voluntaria
Programa Educativo “Wallenberg en la Escuela”