“Hoy soy yo la víctima, mañana quizás seas tú”. John F. Kennedy
El colectivo parte de Praga. Algo deslucido, transporta sobre todo lugareños, pero sin desmerecer a algunos turistas que desean vivir con más realismo, la aventura de conocer Terezín. El día es gris y los cinco grados bajo cero se hacen sentir.
Apenas después de una hora, el colectivo se detiene en una precaria parada al lado de la ruta. Desde allí se divisa la cruz y se comienza a oler el silencio en esa nada profunda que envuelve y se impone. Unos pasos más, y ya el ghetto, lugar de trasbordo de aquellos judíos que llegaban de los países de Europa Occidental, antes de ser transportados a campos de exterminio.
Entrar en él es como hacerlo hacia un camino de tristezas. Cada paso es ir al encuentro de más silencios de voces asesinadas o de ojos que desde algún lado parecen escapar de las paredes de las celdas, o de los pasajes que se abren para mostrar la nefasta historia ocurrida allí. Y luego, como una metáfora que asoma desde las terrazas en las que se apostaban custodios armados, la muerte y su zona de ejecución, donde los insurrectos eran fusilados sin juicio previo. Las anécdotas de su uso provocan frío. Más que el aire gélido que se esparce por las veredas que unen los distintos pabellones.
Desde 1941 hasta agosto de 1945, por Terezín pasaron 140.000 personas. Albergó a estudiosos, artistas y escritores, que organizaban diversas actividades culturales. Los nazis aprovecharon esto y los pusieron a trabajar en gráfica y dibujo técnico de campo. Pero ellos, relataron además en obras que escondieron, los aspectos tenebrosos de ese lugar que solía ser llamado “campo modelo”.
Adolf Eichmann, pocos días antes de la entrega del campo a la Cruz Roja, interrogó a los artistas y fueron enviados a una celda subterránea, pero ninguno dijo nada. Entonces fueron enviados a la prisión de “La pequeña Fortaleza”, junto a sus familias. Estas obras dejaron documentación valiosa que muestran las interminables filas para obtener comida, el hacinamiento, fusilamientos, enfermos, cadáveres. Muchos de ellos murieron en la cámara de gas de Auschwitz pero sus pinturas han sido mostradas al mundo, que al verlas, sólo alcanza a derramar lágrimas o a guardar ese mismo silencio que tapiza el lugar a medida que se avanza por sus calles y que contiene el espanto de esos nuevos ojos que recorren las vitrinas del ahora Museo, observando zapatillas, muñecas, carteras, y tantos objetos, testigos de una hiperbólica crueldad.
Pero el documento más emotivo es el libro llamado “No he visto mariposas por aquí”, que recopila poemas escritos por los 15.000 niños que pasaron por Terezín y de los que sólo sobrevivieron 100.
Las puertas del ex-ghetto se cierran. El silencio continúa. La temperatura, baja. Y en medio de esa nada que poco define, el poema, un símbolo de libertad o acaso un eco silente de los que allí quedaron.
No he visto más mariposas,
Aquella fue la última.
Las mariposas no viven aquí,
En el ghetto.
Estela Parodi