Nos visita un hombre singular. Me refiero al Secretario General de las Naciones Unidas, Kofi Annan, cuya entereza quedó evidente -una vez mas-, con motivo de su intervención personal, pacificadora, en la crisis de Irak. Y, más recientemente, en la atribulada Nigeria.
Bienvenido sea. Esta vez, llega acompañado de su esposa, Nane Lagergren Annan. Una abogada sueca, a la que conociera en Ginebra, que comparte con él una linda mezcla de firmeza de carácter y sencillez en los modales. Es oportuno entonces, recordar al diplomático sueco: Raúl Wallenberg, tío de la Sra. Annan. Aquel joven perteneciente a una familia sueca con intereses en la banca e industria de su país que, en 1944, con sólo 32 años de edad, como Primer Secretario de la Legación Sueca ante Hungría, con coraje, salvara la vida de miles de judíos, en Budapest.
Cuando, lamentablemente, muchos miraban para otro lado. Como si el genocidio provocado por el odio nazi que se abatió sobre el pueblo judío no hubiera sido real.
No es posible olvidar que en 1939 la población judía del mundo era de algo más de 16 millones y medio de almas. Después del Holocausto, más de un tercio había sido exterminada: unas 5.934.000 personas. Esta fue su terrible dimensión. Mas allá del dolor y sufrimientos de las víctimas y de sus familias y amigos, el mundo perdió así una cuota de talento, genio y cultura de magnitud imposible de medir.
Antes de la Segunda Guerra Mundial el 57% de la población judía residía en Europa. Después de ella, tan sólo un 32%. Para no olvidar jamás, como expresión del grado de crueldad extrema de que es capaz el ser humano. Negando su condición de tal, ciertamente.
Suecia, la patria de Wallenberg, recibió inmigración judía desde el siglo dieciocho, cuando comenzara el éxodo desde Europa Central. Allí, hasta 1860, ellos sufrieron algunas restricciones que afectaban su vida diaria. No podían, por ejemplo, ser propietarios. Tampoco votar, hasta 1886. Ni ser funcionarios públicos, situación que perduró hasta 1870. Desde entonces la igualdad con los demás fue, en substancia, total.
En plena Segunda Guerra -después de algunos años de ”neutralidad” estricta- Suecia advirtió la dimensión de la tragedia generada por los nazis. Y comenzó a actuar con su clásica generosidad. En 1943, abrió sus fronteras a los refugiados. Por primera vez, recibió unos 200.000 refugiados provenientes del mundo escandinavo. Entre ellos, 6.500 judíos.
Además, gracias a la acción del Conde Folke Bernardotte desde la Cruz Roja, logró liberar poco después a miles de prisioneros que esperaban la muerte en los campos de concentración alemanes. Himmler -desde la SS- anticipando el final del nazismo, accedió entonces a liberar a unos 9.000 judíos. Quizás, para tratar, inútilmente, de congraciarse con quienes estaban ya derrotando a Hitler. Llegaron a Suecia en vagones ferroviarios. Como animales. Más muertos que vivos. Milagrosamente, habían salido del infierno.
El caso de Hungría.
En Hungría, la población judía estuvo -por muchos años- bastante bien integrada al resto de la sociedad. Aunque, en rigor, ella se había emancipado recién en 1851.
Para 1914, unos 900.000 judíos descollaban en todos los campos. En particular, en las profesiones. Eran parte de una próspera clase media y conformaban prácticamente la mitad de los abogados, médicos y de la comunidad periodística. Entre ellos había artistas de fuste, conocidos profesores universitarios, literatos y científicos. Budapest tenía, en su ”Gran Sinagoga”, el templo judío a la sazón mas importante de Europa. No podían siquiera imaginar la tragedia que -pocos años después- se abatiría sobre ellos.
Todo pareció precipitarse cuando, inmediatamente después de la Primera Guerra, el comunismo se apoderó, brevemente, de la desmembrada Hungría. Su dictadura duró apenas algo mas de cien días. El Secretario del Partido Comunista local era entonces un judío: Bela Kun. También 31 de los 49 comisarios designados por su odiado régimen.
Depuesto Kun militarmente, una ola de resentimiento se abatió contra la comunidad judía toda que pronto resultó blanco de abierto anti-semitismo. Sin distinciones de ningún tipo. Mas allá de las afiliaciones políticas. A pesar de ellas, mas bien.
En 1920, más de 1.800 judíos habían ya sido asesinados, unos 5.000 heridos y el odio contra ellos se había transformado en peligrosa realidad.
Diez años mas tarde, en 1930, la situación no había alcanzado -en Hungría- la extendida gravedad de lo que entonces ocurría en Polonia o Rumania.
De pronto, en 1938, Hitler anexa Austria. El gobierno húngaro comienza a profundizar, sistemáticamente, la persecución a los judíos. Aparecen primero restricciones laborales. Después diferentes prohibiciones. Medidas, todas, opresivas y denigrantes en extremo. Presagio de tiempos peores.
Avanzada la guerra, en 1942, la catástrofe alcanzó de lleno a los judíos húngaros. Con toda su locura. Cuando, en 1944, la Wehrmacht ocupó Hungría, la transformó en un infierno. Tanto, que la gran mayoría de los judíos de Budapest perdió la vida. Muchos, en Auschwitz. Otros, asesinados salvajemente en las calles por las milicias nazis locales. Cuando las fuerzas rusas se acercaban a la ciudad, Adolf Eichmann ordenó a los judíos que aún estaban vivos ”marchar” hacia Viena. Unos 100.000 de ellos murieron en las carreteras.
Al final de la guerra, el 70% de la población judía de Budapest había sido exterminada. Unas 450.000 víctimas inocentes. Terrible.
El milagro de Wallenberg.
En ese ambiente de horror, cuando gran cantidad de judíos habían caído ya en Budapest, Wallenberg, llegó a esa ciudad, como Primer Secretario de la Legación de Suecia. Luego de que el gobierno local rechazara la designación del Conde Bernardotte.
Con valentía sin igual, salvó la vida de miles de judíos húngaros. Corriendo toda suerte de riesgos. ”Estirando” al máximo las reglas diplomáticas y las propias normas suecas. Recurriendo a argucias de todo tipo. En particular, concediendo una avalancha de pasaportes suecos a cuantos podían emigrar con ellos. Y abriendo ”Casas de Suecia” por doquier, en las que muchos judíos encontraron refugio, reclamando para ellas una dudosa ”inmunidad” diplomática. Sin jamás vacilar un instante. Con la perseverancia que siempre alimenta al éxito.
Unos 100.000 judíos le deben la vida. Wallenberg -mas allá del deber- alcanzó el cometido que se había propuesto. Con el lenguaje directo de la acción, motorizado por su temple inclaudicable. Fiel a su conciencia. Olvidando el miedo. Con ese heroísmo que no necesita del eco para perseverar.
Terminada la guerra, Wallenberg desapareció misteriosamente, en enero de 1945, al caer en manos de los soviéticos cuando éstos tomaron Budapest. Atribuyéndole el carácter de espía, lo detuvieron. Nada se sabe ni de las razones, ni de las circunstancias. Murió, se cree, en 1947, tras un duro cautiverio, en la prisión de Lubyanka. Pero es un símbolo que sobrevivirá al tiempo. Porque fue consecuente con sus ideales. Aquellos que porque tienen que ver con la dignidad, cuando son silenciados pueden transformar al hombre en animal.
Todo el reconocimiento a Raúl Wallenberg. Por su doble lección de valentía y compasión. A riesgo de su vida. Un ejemplo para nunca olvidar. Como alguna vez dijera el propio Kofi Annan, un misterio todavía se mantiene: ¿por qué hubo tantos indiferentes? ¿Y tan pocos como Raúl Wallenberg?
Alguna vez, como en la Biblioteca Pública de Nueva York o en el West End, de Londres, Buenos Aires también tendrá entre sus monumentos, uno que recuerde el heroísmo de este aristócrata legendario. Sería justo.
* Emilio J. Cárdenas es Embajador, ex-Representante Permanente de la República Argentina ante la ONU