DIA INTERNACIONAL DE LA MUJER Juana Dylag combatió contra la ocupación nazi del gueto de Varsovia y fue condecorada por salvar a una familia judía. El 8 de marzo cumple 85 años y vive, con sus recuerdos, en una vieja casa de Bernal.
Una mujer soldado en el ejército clandestino polaco, durante la Segunda Guerra Mundial.
¿Qué le importaba a Juana Dylag cargar su feminidad de fusiles y arremeter contra los nazis, si ella apenas tenía veinte años y había nacido en el Día Internacional de la Mujer? Aquel agosto de 1944, cuando la ciudad de Varsovia se levantó, Felicia Erlich y sus hijas Danuta, de dieciocho años, e Irene, de doce, tachaban más de 24 meses escondidas en la última habitación del departamento de Juana, a trescientos metros del gueto que secuestraba a los judíos.
Juana conoció a las tres mujeres después de la muerte de su papá, cuando empezó a trabajar en la joyería de su tío, en un centro comercial. ”Como decir acá la calle Libertad”, grafica. Un cliente judío, que iba seguido, llegó una vez llorando porque su esposa y dos hijas no tenían dónde esconderse.
”Teníamos amigos a los que, por ocultar judíos, los alemanes les habían prendido fuego la casa con todos adentro. Pero a mí me dio mucha lástima y les dimos refugio –recuerda–, las chicas leían mucho y la señora ayudaba a mi mamá con la limpieza y la comida.”
”Me tocó pasar cuatro días bajo escombros. Explotó una bomba y quedé enterrada, inconsciente, hasta que me rescataron.”
FUERZA BRUTA Rasgos finos, porte de coquetería y la voz rasposa de tabaco definen a Juana. Fuma un atado por día. Pero las noches que se desvela y se sienta con su máquina de escribir a redactar para sus amigos, puede fumar uno tras otro. Está encorsetada en una camisa que combina con una falda larga. Con su simpatía disimula la ansiedad para que terminen las fotos bajo el sol homicida.
Es que para esta mujer que sobrevivió a la artillería de una de las guerras más cruentas del siglo pasado, hoy el calor es el peor enemigo y sólo siente alivio en camisón. El 8 de marzo cumplirá ochenta y cinco años, pero se mantiene lúcida para encarnizarse una vez más en su historia.
¿Cómo era la lucha? Empezamos a pelear porque ya no se podía hacer otra cosa. Apenas terminé el bachillerato, en el `39, los alemanes cerraron secundarios y facultades, sólo permitieron la primaria. Me hubiera gustado estudiar medicina. Mi papá, que le tenía terror a los alemanes, enfermó de cáncer y al poco tiempo murió.
Durante el levantamiento de Varsovia tuvimos que salir a combatir con todas las armas que se podían cargar encima. Así estuvimos 63 días, entrando casa por casa. Me tocó vivir cuatro días bajo escombros. Explotó una bomba y quedé enterrada, sin conocimiento, hasta que me encontraron y rescataron unos compañeros. Tomábamos edificios donde había alemanes y no los dejábamos salir. Luchábamos en cada piso hasta llegar al último, donde los matábamos. Eran ellos o nosotros. Al sexto día del levantamiento, no pude hablar más a mi casa porque la destruyó una bomba. Pero, gracias a Dios, mi mamá con mis hermanos y las tres mujeres que escondíamos de los nazis ya se habían ido.
”Teníamos amigos a los que, por esconder judíos, los alemanes les habían prendido fuego la casa con todos adentro.”
¿Qué pasó con las mujeres? Cuando abandonaron el departamento, la madre de las chicas le dijo a mi mamá que hasta ahí había llegado y que se iban porque ya no querían comprometerla. Las hijas estaban más grandes y tenían apariencia de judías. Era peligroso. Lo que muestra la película El pianista es poco al lado de lo que pasó. Ellas se fueron a vivir a Estados Unidos y en el `67 las fui a visitar. Después de eso, nunca más tuve noticias suyas.
CON BOMBOS Y PLATILLOS ”Llegamos a Buenos Aires un 9 de julio. Cuando nos acercábamos vimos que había una orquesta, festejos, y creímos que era un recibimiento para nosotros. Después nos enteramos que era el Día de la Independencia”, recuerda entre risas. Católica apostólica romana, se autodefine como una luchadora de los derechos humanos. Otros la identifican como una heroína. En 2003 fue condecorada en Estados Unidos, en nombre de la Fundación Wallenberg y del embajador de Polonia, por haber salvado a la familia judía. Pero, ¿un héroe es siempre héroe o sólo cuando se lo recuerda como tal? Juana piensa pero no encuentra la respuesta.
Mira de reojo el portaatado de cigarrillos sobre la mesa ratona. Se anima a encender uno e invita café.
Ella y su marido, director de orquesta, aterrizaron en la Argentina porque un cura de Córdoba les prometió que en este país iban a poder vivir de la música. Pero no fue así. Consiguieron trabajo en una fábrica que los amarró por treinta años. Hoy vive sola en una casa vieja, en Bernal. En el living hay poca luz y un montón de recuerdos. Un piano vertical con partituras de Chopin, que nadie toca desde que murió su pareja, hace siete años. Al costado, una biblioteca refugia algunos libros en polaco, amarronados de humedad. Cuando el verano da tregua, ella se levanta de la cama cercada de ventiladores y se pone a leer en su sillón floreado verde. O a pensar en su Polonia natal. Pero pocas veces se remonta a todo lo que vivió: ”¿Para qué?, ya bastante duro fue vivirlo”, asegura. Y no caben dudas. La lucha terminó cuando el ejército clandestino tuvo que rendirse porque se acabaron las municiones. No había ni comida, ni luz, ni gas, ni agua. ”Una vez hicieron guiso y cuando terminamos de comer nos dijeron que era perro. Al poco tiempo desaparecieron todos los animales de la ciudad”, relata con gesto de asco.
TRISTE, SOLITARIA Y FINAL Cuando intervino Estados Unidos, Juana y el resto de los prisioneras quedaron libres en un país desolado.
”El noventa por ciento era cenizas”, recuerda. Emigró a Italia, pasó por Inglaterra y años más tarde, llegó a la Argentina.
Aquí lleva más de cincuenta años, pero su español todavía es defectuoso. ”Es que siempre hablé en polaco”, explica.
Juana está sola, pero no quiere volver al lugar que la vio nacer. Allá murieron todos los parientes de su edad. Cuando el sol se esconde, disfruta el fondo de su casa y de recolectar bananas de una planta que aprovisiona de licuados a toda la cuadra. ”No tendré familiares pero sí buenos vecinos”, se contenta.