LA VIDA DE UN LUSTRABOTAS ALEMAN QUE RECUPERO SU NACIONALIDAD
Bernardo Jerochim huyó de la Alemania nazi con sus padres y nueve hermanos. En Argentina sobrevivió con todo tipo de trabajos, hasta convertirse en lustrabotas. Recién este año logró que le devolvieran la ciudadanía alemana quitada en 1941.
A los 78 años, Bernardo Jerochim todavía lustra todos los días. Casi nunca en la calle: a sus clientes los encuentra en oficinas del microcentro o en su bar habitual. Probablemente la mayoría de ellos no conozca la historia que trae en sus espaldas el hombre que les saca brillo a sus zapatos, un hombre que huyó junto con sus padres y sus nueve hermanos de la Alemania nazi, justo a tiempo para salvar el pellejo del destino que corrieron sus tíos y primos en los campos de concentración. Las cosas no fueron fáciles para los Jerochim en Argentina. A los muchos obstáculos que Bernardo encontró en su camino se sumó la ausencia de ciudadanía: el régimen nazi se las había quitado a los judíos y él no la podía recuperar. Un golpe de suerte quiso un día que el dueño de unos zapatos que lustraba resultara ser un abogado dispuesto a ayudarlo y, para mejor, hijo del embajador argentino en Alemania. Sólo hace dos meses que Bernardo recibió su pasaporte y para septiembre planea su primera visita a Berlín en casi setenta años. Le han dicho que su antigua casa se conserva casi intacta.
Desde el principio las cosas quedan claras. Alemania está jugando un partido del Mundial, pero Jerochim ni siquiera mira de reojo la televisión en el bar. No le interesa, dice.
–Si jugara Argentina estaría mirando. Yo durante años tuve mucho odio.
Odio porque su país le negaba no sólo la ciudadanía y el pasaporte, sino todo tipo de ayuda. Cuando huyeron de allí sólo tenía diez años, pero recuerda claramente el día que su padre lo decidió: la policía acababa de visitar su casa porque su hermano había lanzado insultos contra Hitler después de que un compañero de colegio lo hostigara por ser judío.
–Tuvimos la suerte de que cayó la gente de la comisaría del barrio y no la Gestapo. El comisario le advirtió a mi padre que las cosas se ponían feas para nosotros. El juntó a todos los hermanos y cuñados y les dijo ”vamos a la América”. Así se decía entonces: la América.
Pero el resto de la familia no le hizo caso. Entonces el padre emprendió la partida con su mujer y sus diez hijos. Embarcaron en el Formosa, que tardó cincuenta días hasta llegar a la Argentina. Justo a tiempo, porque unos días después las leyes nazis les habrían impedido la partida. Bernardo rememora ese viaje como lo más lindo de su vida. Recuerda que el puerto francés estaba lleno de barcos de guerra, que se perdió con uno de sus hermanos y que vio de cerca el buque Normandie.
–Una belleza como el Titanic.
En Argentina
Buenos Aires, en cambio, lo decepcionó. Uno de sus hermanos mayores les había leído algo sobre América de un libro. Los más chicos lo escuchaban hablar de indios y cowboys. Pero cuando llegaron no los esperaban cowboys sino un hotel en la calle Corrientes. De allí partieron hacia Entre Ríos como colonos, con ayuda de una institución judía. Viniendo de una ciudad como Berlín no fue fácil acostumbrarse al campo.
–Para mi mamá fue la muerte.
Aun así, Bernardo cree que si hubieran aguantado allí tal vez les habría ido bien. Pero tres años después decidieron venirse a Buenos Aires. Se instalaron en dos piezas en la calle Hornos. La enfermedad y muerte de su padre, con sólo 57 años, trajo la debacle. Pronto no pudieron pagar las piezas y se tuvieron que ir. A una casa de hojalata, dice, en Lanús.
Los hermanos mayores fueron emprendiendo sus propios caminos, y la familia se empezó a dispersar: hoy ellos –o sus descendientes– están distribuidos entre Alemania, Estados Unidos e Israel. Bernardo se quedó con su madre, Lotti, y con los menores. Sólo había podido ir un año a la escuela en el país, pero no pudo seguir. Tenía que trabajar. –Yo le dije a mi mamá: si en Berlín tenías un puesto para vender, ¿por qué acá no? Ella decía ”yo no entender, no sé hablar”. Pero yo sí entendía.
Un día se fue a ver al dueño del mercado Pepín, en la calle California. Le habló de su madre sola, de sus hermanos chiquitos y obtuvo un puestito a pagar cuando las cosas anduvieran mejor. Entonces la llevó a Lotti a la calle Canning, donde compraron algunas prendas.
–Bombachas, toallitas, cosas chicas. Algunas nos las regalaban.
Se instalaron en un puesto. La primera mañana vendieron 21 pesos y dice Bernardo que su madre nació de nuevo. De a poco fueron mejorando, pasaron a vender primero retazos de telas y luego sábanas de liencillo que ellos mismos cortaban.
Después él se buscó otras ocupaciones. En distintas épocas vendió pan, caramelos, pastillas, obtuvo un puesto en una fábrica y se consiguió un cajón para salir a lustrar. A los 21 años se casó y tuvo tres hijos. Y al fin, se quedó con el trabajo de lustrabotas. Fue cuando descubrió el microcentro.
–Siempre lustré dentro de los bares. Pero el sistema cambió. En esta esquina antes no se bajaba de cincuenta o sesenta lustradas diarias. Hoy, si me quedo todo el día acá, no llego a diez. La gente ya no se lustra.
Por eso se dedica a las oficinas. Ahí ofrece sus servicios a personas que a menudo se sacan los zapatos y se los entregan en la mano para que los lustre, algo inimaginable años atrás. Pero total, dice Bernardo, en todas partes hay alfombras.
Solía hablar mucho con ciertos clientes: cuenta que a algunos les hizo de psicólogo. También recuerda una áspera discusión años atrás con un muchacho al que, cuando le lustraba los zapatos, le vio una cruz esvástica en el pantalón.
–Le dije: ”Pibe, ¿por qué no tirás eso? ¿No ves que llevás el Diablo?
La hora de los papeles
Fue lustrando en oficinas como conoció al abogado Alejandro Candioti y un día le contó su extraña historia: la historia de un hombre sin ciudadanía.
En noviembre de 1941, una ley nazi les quitó a los judíos la ciudadanía alemana, aun a los que vivían en el extranjero. En la familia Jerochim tomaron diferentes caminos: alguno de los hermanos se nacionalizó como argentino, otros partieron hacia distintos países y adquirieron otras ciudadanías. Pero Bernardo no. Para él era como ceder a la injusticia.
–A mi padre, que peleó en la Primera Guerra, lo hirieron cuatro veces y le dieron la Cruz de hierro. ¿Y a mí me quitan la nacionalidad? No puede ser.
Muchas veces fue a la embajada e intentó obtener sus papeles, pero siempre lo rechazaban, pese a que tenía su partida de nacimiento en regla. Había quedado atrapado en una maraña burocrática, ya que no existía una ley que le devolviera automáticamente la nacionalidad que le habían birlado.
Aunque había recibido invitaciones para visitar Berlín, sin pasaporte no podía aceptarlas. Jerochim dice que en una oportunidad en la embajada le ofrecieron extenderle una documentación para viajar, donde figuraría que no tenía nacionalidad.
–Pero yo dije que así no quería. Pasaporte o nada.
Candioti empezó a ayudarlo y a través de él Jerochim tomó contacto con la fundación Raoul Wallenberg, que intervino activamente para que pudiera recuperar su nacionalidad. Pero aún pasó tiempo y fue necesario gestionar el certificado de nacimiento del padre de Bernardo, otra tarea difícil, ya que su ciudad natal, Schneidemuhl, pertenece ahora a Polonia. No sólo apareció eso, sino antecedentes sobre su participación en la guerra que su hijo sólo conocía en parte.
–El era muy reservado. Eso sí, si tirábamos un pedacito de pan nos pegaba: decía que en las trincheras una rata era un manjar.
Finalmente lograron reunir los documentos necesarios. Bernardo presentó todos sus papeles en el consulado alemán y el 12 de abril pasado le entregaron su pasaporte. Lo recibió con toda su familia en medio de una ceremonia. Dice que fue muy emotivo el discurso del embajador alemán, Rolf Schumacher, ”como pidiendo una disculpa”.
–A mi hija se le cayeron las lágrimas. Y yo también dije algo: lo que me vino a la cabeza.
Bernardo ya tiene una invitación del gobierno de Berlín para pasar una semana en la ciudad donde nació. Irá en septiembre con su mujer, si es que la salud se lo permite.
Aunque tiene problemas con una pierna, por ahora no piensa dejar de trabajar. Necesita hacer unas veinte lustradas por día, que suma a la jubilación y la pequeña ayuda que recibe de una institución judía para vivir razonablemente.
Igual, dice al final, lustrar es su vida.