UN PERSONAJE DEL MICROCENTRO PORTEÑO
Vive en la Argentina desde 1938. Los nazis lo declararon apátrida en 1941.
Después de varios intentos infructuosos, Bernardo Jerochim volverá a tener un pasaporte alemán, sesenta y cuatro años después de haberlo perdido. Los alemanes de origen judío perdieron la ciudadanía aun si residieran en el extranjero por una ley nazi del 25 de noviembre de 1941. Habitante de la city porteña, donde lustra zapatos desde hace décadas, Bernardo fue invitado varias veces por la alcaldía de Berlín pero nunca pudo viajar por el intrincado papeleo de la renaturalización. Esta vez obtendrá su pasaporte en tiempo exprés. Su biografía refleja una épica de los seres modestos.
Cada mediodía Jerochim se sienta a lustrar en el bar ”The city”, de la calle 25 de Mayo; por la tarde lustra en diversas entidades financieras. Alto y corpulento, conserva la parquedad un poco altiva del inmigrante alemán. Dice que nunca quiso otra ciudadanía más que la que le fue arrebatada por una cuestión de principios, o quizá porque su padre, Michaelis Gerson, combatió en la Primera Guerra y fue condecorado. Bernardo nació en la calle Andreasstrasse de Berlín, en el barrio judío de Friedrichshain, y estudió hebreo pero nunca habló idisch. Cuando llegó al país, en 1938, aprendió el castellano en una semana y siguió hablando alemán con su madre pese a haberle ”tomado idea” a su lengua materna por las injurias que soportó en el colegio. ”Verfluchte Schwein, der verfluchte Jude”, maldito cerdo judío. Hoy cree que fueron los insultos públicos de un hermano mayor contra Hitler lo que los salvó de un campo de concentración. Su padre atendió los consejos de un comisario: ”Váyanse, esto va a ponerse cada vez más difícil.” Michaelis partió con su mujer y sus diez hijos.
Bernardo cuenta que con diez años —quizá por haber perdido un ojo ”jugando a las flechas”— pensaba encontrar indios en Buenos Aires, a la que apenas conocía como un punto ignoto en los globos terráqueos, pero que cuando el barco se acercaba y él vio la ciudad salir del agua, su decepción fue mayor: ”Pensé que estábamos otra vez en Europa.” Primero vivieron dos años en Entre Ríos y fueron gauchos a lo Gerchunoff. Bernardo hizo apenas un año de primaria en el país y después empezó a lustrar. No le cuesta decir que tiene pocas ocasiones de practicar su caligrafía, ”sólo una vez por mes, cuando firmo el recibo de la jubilación”. La familia se trasladó a una casa de chapas en Lanús. De los años 40 son los relatos en los que él y su madre hacen suya Buenos Aires en tranvía, los rebusques que permitieron a Lotti Lewin vender retazos y por fin instalar un puesto de verduras. Y esos episodios menores en verdad son las conquistas del apátrida en la ciudad desconocida.
La legislación que dejó a los Jerochim sin patria ni derechos civiles programó la escalada nazi contra los judíos. Las leyes de Nüremberg, vigentes desde el 15 de setiembre del 35, generalizaron esa indefensión jurídica. Las fechas indican que los Jerochim escaparon por un pelo a los cerrojos legales que les habrían impedido emigrar a Argentina. El 5 de julio de 1938 llegaron en el vapor ”Formosa”: apenas una semana después se firmaba en nuestro país la circular secreta número 11, derogada recién el año pasado, que tácitamente negaba la residencia a ciudadanos de origen judío. El 23 de julio una nueva ley del Reich obligaba al registro obligatorio de todos los judíos. Esto es, a fines de julio la familia no podría haberse embarcado. Por último, la mencionada ley del 41 revocó la ciudadanía alemana a todo judío radicado en el extranjero: fue calculada para dejar a emigrados y deportados sin la protección de lo que la filósofa Hanna Arendt llamó ”la trinidad Estado-pueblo-territorio”.
En la Fundación Raoul Wallenberg, que junto al abogado Alejandro Candioti se puso al frente del reclamo, su fundador, Baruch Tenembaum, se pregunta por qué ”los judíos alemanes no pudieron recuperar su nacionalidad de forma automática al final de la guerra. Para quien encara el engorroso papeleo funciona una inercia de las leyes del Tercer Reich; como si no se hubieran derogado”. El cónsul alemán Pit Köhler dijo a Clarín que tras el fin de la guerra, ”Alemania no podía suponer que con las persecuciones sufridas, los judíos querrían volver a llamarse alemanes. La renaturalización automática los habría llevado a un largo proceso para rechazarla”.
El resto de la historia de los Jerochim se parece mucho a una novela de Joseph Roth, con personajes impávidos ante los excesos de la mala suerte. Los hermanos se desperdigaron en el país enorme, otros emigraron. ”La verdad es que cuando murió papá, en 1942, nos perdimos”, dice Bernardo y agrega que también abandonaron las tradiciones religiosas. De los diez hermanos viven Werner, a quien se ubicó la semana pasada en un hospital de Berlín, Herta, Helga y Erwin, que vive en Israel. De Achi ni siquiera sabe si vive. Quizás el dramatismo de lo que se perdió se expresa en el hecho de que no haya quedado un atado de cartas entre los hermanos, poco más que media docena de fotos.
Jerochim tuvo como única indemnización de Alemania diez mil marcos por ”pérdida de sus estudios”. Tiene una jubilación de 380 pesos y subsiste gracias a algunas entidades judías, como Tzedaká. Tiene tres hijos, nunca se separó de su esposa y apenas se atreve todavía a disfrutar de la reivindicación. Espera reencontrarse con Werner y Helga y mirar las ventanas del 38 de la Andreasstrasse.