Los inmigrantes judíos trasladaron a la República Argentina ciertos modelos de
organización basados en el voluntariado, que eran los que se ponían en práctica
en sus pueblos de Europa. Estos modelos tienen como antecedente histórico a las
tribus de Israel que tenían cada una su parcela de tierra, excepto la tribu de
Levi que no necesitaba tierras porque vivía de los aportes que les hacían las
demás tribus que explotaban la agricultura y la ganadería. En la tribu de Levi
estaban los Kohanim que se ocupaban del templo y los Leviim que eran los
maestros.
El voluntariado judío en Argentina estaba integrado por
personas que durante las jornadas laborales se ocupaba de sus trabajos, de sus
negocios, y luego, quienes podían, se dedicaban a las misiones específicas de la
comunidad. Fue así como se creó una notable red de escuelas, centros de ayuda a
los necesitados, comedores populares, jardines de infantes, hogares para
ancianos, centros culturales, teatros y medios de comunicación. Con el paso del
tiempo este movimiento comunitario se fue profesionalizando.
Israel
Leillen era, como se dice en hebreo o en idish, un askan; literalmente: la
persona que se ocupa. Era un hombre relativamente humilde, un kuentenik,
vendedor ambulante, que vendía a quienes los integrantes de ese oficio
denominaban las marías, mujeres a quienes les daba crédito y que pagaban por mes
hasta que terminaban de pagar una compra, para luego obtener nuevos créditos
para compras subsiguientes. Los kuenteniks estaban asociados a cooperativas
judías que les vendían mercadería al por mayor. Leillen fue un típico askan que
andaba todo el día en bicicleta para visitar a sus clientes, llevando la
mercadería sobre los hombros en algunos casos.
Yo lo conocí cuando era
el presidente de un establecimiento educativo ubicado en la calle Morón 3067, en
Flores Norte. Había una escuela y una sinagoga. Todos los días llegaba en su
bicicleta, se sacaba los broches que sujetaban las bocas del pantalón a la
altura de los tobillos para no mancharlo con la grasa de la cadena, dejaba la
bicicleta en la entrada y atendía las necesidades de la escuela con el director,
que por entonces era yo, con los maestros, y hasta con los alumnos. Todo el
mundo lo conocía.
Era un hombre de corazón fantástico, sionista y
orgulloso, con razón, de su hijo varón, Samuel, quien vive desde hace muchos
años en Israel, de sus hijas, Eva y Berta, quien por entonces estudiaba medicina
y trabajó en el Instituto Lewinstein de Recuperación, en Raanana, Israel, y de
su señora esposa, Rebeca Slafman de Leillen.
Seguramente que Israel
Leillen restó mucho tiempo a su familia y también a sus negocios para dedicar
practicamente toda su carrera al judaísmo y al sionismo. Recuerdo que cuando
había un enfermo que necesitaba ayuda -la escuela estaba a pocas cuadras del
Hospital Israelita- sólo había que comentárselo a Leillen para que se hiciera
cargo y solucionara cualquier problema. Su conducta era intachable, él sólo
recaudaba dinero para los demás y todo lo juntado era manejado por el tesorero,
generalmente un hombre mayor, retirado, respetado, que se encargaba de
administrar los fondos.
Es para mí un hecho importante que la Casa
Argentina en Israel haya sugerido a Samuel Leillen hacerle un homenaje a su
padre, un hombre de la vieja escuela, un soldado del gran ejército silencioso
que colaboró para la creación del Estado de Israel. Yo no conozco una
organización parecida, de voluntarios permanentes movilizados no en tiempos de
guerras sino en tiempos de vida normal, de paz (excepto que consideremos que la
vida de los judíos se puede comparar a batallas permanentes para mantener las
tradiciones y transmitir la heredad, el legado, a las nuevas generaciones.)
Israel Leillen quedará para siempre como un símbolo imperecedero, un
ejemplo a imitar, una luz de referencia en la historia del pueblo judío.
Invito, humildemente, a leer este libro. Es el homenaje que se merecen
todos los askanim.
Baruj Tenembaum