”Yo estaba entre la gente que iban a meter en los vagones, y él mismo se ocupó de salvar a los que teníamos pasaporte sueco”, recuerda el arquitecto húngaro Tomás Keretesz, en su departamento de Belgrano. Corría 1944 y Tomás tenía 16 años. Se le nubla la mirada cuando cuenta cómo Raoul Wallenberg se movía entre los andenes de la estación de Budapest para salvar a miles de judíos que iban a los campos de concentración nazis.
”Gracias a él estoy con vida”, musita Tomás, de cabello blanco y rostro sereno, hoy con 73 años. Por medio de un amigo de su padre, Tomás había obtenido de manos del diplomático un pasaporte sueco que lo salvó más de una vez de la muerte.
En otra ocasión también estuvo cerca. Fue cuando volvía con su padre de un campo de trabajo en las afueras de Budapest y habían caminado bajo la lluvia un día entero. ”Los que no aguantaban el ritmo o se sentaban, los fusilaban”, recuerda Tomás y señala que él mismo se quedó dormido parado, apoyado en una pala. Al día siguiente apareció una persona que preguntó si conocía a algún sueco. ”Yo le mostré un negativo de mi pasaporte, de 24 por 36 milímetros, y eso fue suficiente. Nos salvó la vida”.
Las propias manos de Tomás entregaron centenares de salvoconductos. Cuenta que, para otorgarle una mayor protección, Wallenberg lo empleó como cadete en la Embajada sueca y así el mismo Tomás se encargó de repartir pasaportes firmados por el diplomático a familias judías.
Pero a pesar de la inmensa tarea de Wallenberg, los nazis continuaban masacrando gente. Tomás cuenta que junto con sus padres fue sacado del edificio en donde vivían con la excusa de identificarlos. El pudo escaparse de la fila para esconderse en una cabina telefónica y luego en la casa de unos amigos donde pasó unas semanas hasta que llegaron las tropas soviéticas a Budapest. Nunca más volvió a ver a sus padres.
Tomás es uno de los ”Niños de la Shoah”, los chicos sobrevivientes del Holocausto, que son más de 100.000 en todo el mundo. Después de pasar un tiempo en Transilvania, vino a la Argentina a trabajar con un tío que se había establecido en 1930. ”Sobreviví la guerra porque ese fue mi destino. Y a ese destino lo ayudó mi pasaporte sueco”, resalta.
Sobre la misteriosa desaparición del diplomático, Tomás se lamenta. ”Es una ironía: Wallenberg salvó miles de vidas, pero a él no lo pudo salvar nadie”.