Es frecuente que a los actos deleznables los reprochemos por dos razones: porque provocan nuestro repudio y porque deseamos que, al ser marginados, den lugar a los actos opuestos, los nobles y decentes. Se suele criticar lo que está mal con la esperanza de que, por contraste, crezca lo que está bien. Yo la llamaría pedagogía negativa.
Pero la Fundación Wallenberg apuesta a otro camino, la pedagogía positiva, que difunde, recompensa y celebra con nombre y apellido a quienes protagonizaron acciones altruistas y solidarias, porque de esa forma se ayuda a imponer el modelo que la humanidad debe y necesita seguir.
El Holocausto fue posible por una pluricentenaria demonización de los judíos y la complicidad de casi todos los pueblos de Europa. Reducir la culpa del crimen sin paralelo que fue esa carnicería a una sola nación, es cómodo y parcial. Sobran las pruebas de un colaboracionismo tan entusiasta como criminal, que aún no fue asumido del todo. Innumerables documentos y producciones se han ocupado de denunciarlo, pero sin poderlo hacer debidamente conciente. Esta es la pedagogía negativa, la que más se conoce, la que tiene mayor uso.
Pero la positiva de la Fundación Wallenberg nos muestra a héroes maravillosos, abnegados y valientes, que se sustrajeron a la alienación del prejuicio. Que pusieron en riesgo a sus vidas y las de sus familiares, que padecieron torturas y no se entregaron a la locura de las masacres. Se los honra porque con su acción han salvado el honor de sus pueblos, porque iluminan el camino recto y porque refutan a los inmorales que aún se atreven a banalizar el Holocausto.
La resurreción del antisemitismo -armado con nuevos y contradictorios argumentos-, necesita el antídoto de estos seres excepcionales. Hay que hacer frente a la renovada criminalidad antijudía que, disfrazada con otras máscaras, intenta completar la tarea de la ”solución final”.