Se cumplen setenta años del día en que Adolf Hitler asumió como canciller en Alemania. Siete décadas exactas, también, del inicio del proceso de exterminio industrial que segó las vidas de seis millones de personas, tragedia sin igual conocida mundialmente con el nombre de Holocausto.
Muchos de los sobrevivientes de la Shoá deben su suerte a personas que, afrontando los mayores riesgos, los ayudaron a evitar una muerte segura. Entre ellos, cabe recordar a Harry Bingham.
Hiram Bingham IV, ”Harry” (1903-1988), era el vicecónsul de los Estados Unidos en Marsella, ciudad controlada por el régimen pronazi de Vichy. De 1940 a 1941, contrariando expresas órdenes de su gobierno, expidió visas que salvaron a más de 2500 judíos y enemigos políticos del Tercer Reich.
De acuerdo con Foreign Service, revista editada por los profesionales del servicio exterior de los Estados Unidos, en su edición de junio de 2002, ”el Departamento de Estado había emitido una serie de directivas internas para restringir la inmigración. Por ejemplo, los refugiados debían probar su solvencia financiera para que no se convirtieran en una «carga pública»”.
La rebeldía de Bingham le valió ser castigado y transferido en 1941 a la Argentina, por orden directa del secretario de Estado, Cordell Hull. Poco tiempo después, su carrera diplomática quedó truncada cuando intentó que los Estados Unidos involucraran a las Naciones Unidas en la búsqueda de criminales de guerra escapados a América Latina. Falleció, olvidado, en 1988.
Finalmente, el 27 de junio de 2002, el secretario de Estado Colin Powell entregó un premio póstumo a Bingham. ”Honramos la memoria de Harry Bingham IV, que arriesgó su vida y su carrera para ayudar a escapar de Francia a los Estados Unidos a más de 2500 judíos y otros perseguidos que estaban en la lista de la muerte de los nazis”, dijo el jefe de la diplomacia norteamericana.
Dos casos, dos actitudes
En la Argentina también hubo directivas de parecido tenor a las emitidas durante la gestión de Hull, como la secreta número 11, firmada por el canciller José María Cantilo, descubierta y citada por el investigador argentino Uki Goñi en su libro La auténtica Odessa.
Pero, mientras Bingham ignoraba las órdenes de sus jefes, el encargado de negocios de la embajada argentina en Berlín, Luis H. Irigoyen, se desentendía de la suerte de aproximadamente cien ciudadanos argentinos, finalmente asesinados en los campos de exterminio, a pesar de los intentos de altos jerarcas nazis por tratar de salvarlos, según Goñi.
Sin embargo, el nombre de Irigoyen ha sido incluido en un listado, absolutamente indocumentado, titulado ”Diplomáticos que salvaron judíos durante la Segunda Guerra Mundial”, difundido en la última Feria del Libro de Buenos Aires. Además, junto a Irigoyen aparece Roberto Levillier, primer director de la escuela del servicio exterior argentino. La nómina fue elaborada por la Comisión para el Esclarecimiento de las Actividades del Nazismo en Argentina (Ceana), organismo del Ministerio de Relaciones Exteriores en cuyo edificio una placa de bronce recuerda generosamente a ambos funcionarios.
Quienes sí aportan documentos son Carlos Escudé y Andrés Cisneros en la Historia general de las relaciones exteriores de la República Argentina, monumental obra en catorce volúmenes.
En un capítulo dedicado a ”Las actividades del nazismo en la Argentina”, los autores señalan: ”La embajada alemana en la Argentina hizo esfuerzos para cultivar a intelectuales, profesionales y funcionarios argentinos en la visión de la «nueva Alemania». A mediados de 1936 se fundó una Comisión de Cooperación Intelectual, integrada por 19 destacados argentinos proalemanes, entre los que se destacaban Gustavo Martinez Zuviría, el Premio Nobel Bernardo Houssay, el decano de la Facultad de Derecho de Buenos Aires Juan P. Ramos, el político derechista Matías Sánchez Sorondo, los médicos Gregorio Aráoz Alfaro y Mariano Castex y los historiadores Ricardo Levene, Carlos Ibarguren y Roberto Levillier”.
Dos casos, dos actitudes. En el primero, un gobierno impartió órdenes inmorales, uno de sus funcionarios reniega del principio de obediencia debida y es exonerado. Años más tarde, otros dirigentes asumen los errores cometidos, reconocen el correcto proceder de la persona castigada y la premian con honores.
En el segundo, otro gobierno también se comporta al margen de la ética y sus funcionarios cumplen puntualmente órdenes perversas. Tiempo después, una nueva camada de servidores públicos no sólo no reconoce los errores de sus antecesores, sino que los ubica a la misma altura de funcionarios honestos y ejemplares.
La riqueza de las naciones no es sólo el resultado de acumular capital sino, ante todo, un preciado bien que los grandes países obtienen y preservan mirando de frente a su pasado, por atroz que éste haya sido.
* Jaime Krejner es Profesor en ciencias de la educación. Profesor de hebreo bíblico en la cátedra de historia del antiguo Oriente de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.