Este sugestivo título es de uno de los libros de Kathy Hazan, invitada por Generaciones de la Shoá en Argentina, actualmente responsable de Archivos e Historia en el OSE (Oeuvre de Secours aux Enfants). Es doctora en historia, ha desarrollado sus investigaciones sobre el devenir de los niños judíos durante y después de la guerra. La Medalla del Orden Nacional del Mérito le fue otorgada por la calidad y el compromiso de su obra histórica.
El pasado martes 29 de marzo, nos conmovió con su conferencia. Más que una conferencia, fue una experiencia ya que en la sala se encontraban algunos de esos niños que fueron ayudados por la OSE, y reconocían en las diapositivas en blanco y negro, su niñez triste y feliz a la vez.
Cuando hablamos de los “niños escondidos” de la Shoah no debemos pensar el tema como si se tratara de una “categoría” de víctimas, olvidando lo que significa niño y escondido durante el régimen nazi.
Cada uno de esos niños- hoy adultos dinámicos y optimistas que viven su vida como todo el mundo- tuvo que adaptarse a situaciones que demandaron un esfuerzo sobrehumano, tantas veces callando: su miedo, su llanto, su nostalgia del mundo perdido; temblando de pena y de frío, extrañando en silencio un abrazo de mamá o un cuento de papá.
Con la alegría de vivir propia de la niñez, compartieron juegos y experiencias con sus compañeros de ruta. Los que tuvieron suerte además, gozaron del buen trato y del cariño de una familia bondadosa o de monjas y curas atentos a sus necesidades, anestesiando gracias al amor el dolor de la separación. En su gran mayoría, obedientes y cumplidores: rezaban si era el horario de la misa, trabajaban en el campo ayudando a los granjeros que los acogían, comían los que les daban aunque no tuviera el gusto de la comida de casa.
Algunos recuerdan esos años como una etapa muy feliz, lejos de los peligros y de las amenazas.
Sin embargo, durante esas largas noches de ausencia y en soledad… ¿Cómo no pensar en mamá como cualquier hijo separado de sus padres? No es fácil siendo niños, comprender el tremendo acto de amor que significa entregar a un hijo a desconocidos para salvarle la vida ni entender cómo su madre le pega una bofetada a la hija para que escape del Velódromo de Invierno o el padre empuja al niño para que salte del tren de deportación.
No todos los niños tenían conciencia del peligro a pesar de presentir algo sombrío. Las fantasías en todo niño separado de sus padres, son inevitables: ¿Por qué me abandonó? ¿Era yo un estorbo? ¿Me porté muy mal? ¿La volveré a ver? ¿Se acordará de mí? ¿Cuánto falta para verla? ¿Tendrá el mismo rostro?… y la sospecha inconfesable de un imposible reencuentro.
Durante años, décadas a veces, para reconstruirse y preservarse esos niños despertados bruscamente de su infancia, guardaron silencio. Una suerte de amnesia necesaria para evitar los recuerdos dolorosos, olvidando incluso el nombre de sus salvadores. No se trata de un olvido “neurótico” involuntario sino más bien de una memoria selectiva que permite mirar y recordar sólo aquello que fue bueno.
La esperanza, la gratitud y el deseo de vivir que aún los habita no debería ser un imperativo de festejar día y noche la suerte por haber sobrevivido, como lo sintieron algunos. Si bien no asumen jamás una posición de víctima, la verdad es que también ellos fueron víctimas de la guerra.