Controvertida, densa, difícil de soportar, la opera prima «El hijo de Saúl» va a quedar en la historia. El hecho de que las críticas sean tan divergentes, es un buen augurio: hace reaccionar.
Cabe señalar los muy inoportunos comentarios de los periodistas Diego Battle del diario La Nación y Horacio Bernades del diario Página 12, que demuestran una flagrante ignorancia, una actitud irresponsable distorsionando la información y un desinterés llamativo sobre un tema.
Tema muy estudiado por el profesor Philippe Mesnard, entre otros.
Es la primera película que aborda una especie de tabú, el de la función de los Sonderkommando.
Abordar ese aspecto de la solución final es fundamental para intentar comprender la industria de la muerte y sacar de la sombra y la descalificación a esos judíos esclavos, forzados a trabajar en el peor lugar que fabricó la humanidad.
Durante años, se los consideró como colaboradores, acusados de matar a su propia gente. Incluso Primo Levi insinúa algo así en “Los hundidos y los Salvados”, para después reconocer que es difícil para él saber dónde ubicarlos.
Los prisioneros en general tenían una muy mala impresión de los Sonderkommando: los acusaban y llenaban de oprobio porque según ellos apestaban, mataban, tenían contactos con los nazis, no tenían piedad, no combatían.
A partir de la lectura de los manuscritos- en yiddish- encontrados desde marzo de 1945 y las investigaciones posteriores demostrando la veracidad de esos testimonios escritos en la clandestinidad, cambia la mirada. El primer testimonio encontrado es de Zalmen Gradowski, que “no habla de él, ni para él, sino en nombre de su pueblo y para su pueblo, mientras asiste, impotente, a su destrucción”.
Esos judíos- sólo si no eran suficientes apelaban a otros grupos- apestaban, no solo porque vivían inmersos en la usina de la muerte manipulando sus productos y subproductos, –«hasta los perros se espantaban de nosotros», cuenta un sobreviviente- sino porque su presencia era el peor de los anuncios. Ver a uno de ellos, significaba saber lo que había que esperar.
Fueron los testigos de los últimos segundos de las víctimas; testigos de sus miradas, de sus súplicas, de su honra, de sus rezos. Sabemos gracias a ellos, que en secreto algunos recitaban el kaddish, la plegaria para los muertos. Eran ellos los responsables de mentir por piedad o decir la verdad ante la pregunta “¿Qué pasa ahí dentro?”
Testigos también del especial sadismo y perversión de quienes los supervisaban y de la cínica manipulación que engañaba hasta último momento a las víctimas, “recuerden el perchero donde dejaron sus prendas”.
Gracias a sus testimonios podemos reconstruir los últimos momentos de las víctimas, sus expresiones humanas y resistir contra el anonimato que el régimen imponía.
«El hijo de Saul» recupera esa parte de la historia y reivindica a esas víctimas sospechadas de aliarse con criminales, ubicándolas en el lugar de esclavos; recupera también la acción heroica que representó escribir y ocultar los testimonios para dar cuenta de lo que allí se fabricaba… El personaje en cierto momento hace mención a los escritos escondidos.
En este sentido la película de Lazlo Nemes es un acto de resistencia y de memoria: impide que se borren las pruebas. Trae a escena a aquellos que lo vieron todo y que por esa razón debían desaparecer. Gracias a su obra no desaparecen ni ellos, ni sus testimonios, ni las víctimas, ni las pruebas.