Una ley le quito la nacionalidad alemana, como a todos los judíos
Bernardo Jerochim luchó 68 años para recuperar su ciudadanía. Lo logró y viajó a Berlín. De regreso, seguirá limpiando zapatos.
Un tranvía, un balcón, y sobre todo el miedo. A Bernardo Jerochim se le amontonan los recuerdos de su corta infancia, amputada cuando su familia tuvo que huir de la Berlín nazi en 1938. Sesenta y ocho años después, el ya famoso lustrabotas de la city porteña regresó a su ciudad natal invitado por el gobierno regional berlinés. No es solamente una vuelta al barrio donde pasó los primeros diez años de su vida, también es la primera vez que puede volver a llamarse alemán con todas las de la ley.
Sesenta y ocho años después, el ya famoso lustrabotas de la city porteña regresó a su ciudad natal invitado por el gobierno regional berlinés. No es solamente una vuelta al barrio donde pasó los primeros diez años de su vida, también es la primera vez que puede volver a llamarse alemán con todas las de la ley.
”Hier ist mein Pass, gucken Sie mal” —”Acá tengo el pasaporte, mire”—, muestra Bernardo hablando en un alemán instintivo y orgulloso, que no terminó de olvidar del todo en las siete décadas de vida en la Argentina.
El ”señor Jerochim”, como hoy lo llaman en Alemania, se convirtió en apátrida por una ley del año 1941 que les quitó la ciudadanía alemana a todos los judíos. Jerochim sólo la pudo recuperar recién ahora, a los 78 años de edad, y gracias a las gestiones del abogado Alejandro Candioti y de Baruj Tenenbaum, miembro de la Fundación Raoul Wallenberg.
”Y… feo tengo mucho para recordar”, comenta Bernardo pensativo, emocionado. ”Tuvimos mucho miedo. Miedo a las patotas que nos perseguían en la escuela, en la calle, en todos lados. Y miedo cuando golpeaban a la puerta y no sabíamos quién era…”, explica con la serenidad única del sobreviviente.
El sol pega fuerte esta mañana en el barrio de Friedrichshain, en la esquina de la avenida Karl Marx y la Andreasstrasse, en la parte de Berlín que —después de la construcción del Muro— quedó del lado de la República Democrática Alemana.
Aquí nomás Bernardo Jerochim supo ser Bernhard, un chiquito que cantaba ”Kommt ein Vogel geflogen…” y esperaba a su madre con ansiedad, apostado en el balcón hasta verla bajar del tranvía de regreso a casa.
”Le gritaba y la saludaba desde la otra cuadra”, cuenta mientras observa que las calles ahora son más anchas, distintas.
El número 38 de la Andreasstrasse ya no existe, fue reemplazado por monoblocks de líneas rectas que fueron construidos en la Berlín Oriental durante la Guerra Fría.
Bernardo tampoco pudo encontrar la casa de la Belauerstrasse 13, en el barrio de Prenzlauer Berg, donde también vivió durante una época con su familia.
Pero al llegar a la zona cree intuir aquella esquina y reconocer incluso el tranvía con el que iba hasta el Alexanderplatz a hacer las compras con su mamá.
”Ibamos a la tienda Tietz, que era como Gath y Chávez en Buenos Aires, ¿conoce?”, pregunta, y parece que volviera a saborear las salchichas con chucrut que convertían cada paseo de pibe en una verdadera fiesta.
Quienes lo conocen del Cafetín Portofino lo verían extraño sacando fotos y declarándole su amor a Berlín en alemán. ”Du bist die schönste Stadt der Welt”, —Sos la ciudad más linda del mundo—, repite mirando por la ventanilla del coche de la pastora protestante Annemarie Werner, su guía y compañera durante los diez días que dura su visita de regreso a Alemania.
”Me da vergüenza ser alemana cuando veo que, a pesar de la historia, en vez de dar la nacionalidad rápidamente se piden certificados y comprobantes de todo tipo a personas como él”, confesó Werner a Clarín.
”El Holocausto no se puede deshacer, pero al menos podemos ayudar a que los sobrevivientes no tengan todavía más dificultades de las que ya vivieron durante aquellos terribles años”, agregó.
Probablemente si no fuera por la Fundación Wallenberg, Bernardo hoy seguiría intentando en vano obtener la ciudadanía alemana de su padre, quien luchó en la Primera Guerra Mundial.
”Le daban explicaciones de orden burocrático”, comentó a Clarín Baruj Tenenbaum, fundador de la Fundación Wallenberg.
”El argumento por el que no se devuelve automáticamente la ciudadanía alemana a los judíos es que no se los quiere ofender, que se supuso que después de la Se gunda Guerra Mundial no la querían recibir”, explica Tenenbaum.
”Hitler era muy malo, eh…”, interrumpe con ligereza un inmigrante mozambiqueño, que se acerca a curiosear mientras Bernardo Jerochim posa para los fotos. Con esa espontaneidad tan argentina y tan rara en latitudes como ésta, el lustrabotas le cuenta de las persecuciones y humillaciones que pasó de niño.
”Mi hermano una vez se peleó con un chico en la escuela y llamaron a mi mamá. Cuando ella llegó al colegio saludó con un ‘buen día’. El director le contestó gritando: ‘acá no se dice buen día, se dice Heil Hitler’”.
La ”bronca” que Bernardo se llevó en su huida de la Alemania nazi (”no hables alemán”, le decía a su mamá Lotti) se fue desdibujando con el transcurrir de los años en la Argentina, donde se casó y tuvo tres hijos.
”Pero no voy a olvidar nada”, afirma levantando el dedo índice, seguro como nunca de sus palabras. El dolor es inmune al paso del tiempo, lo sabe —y lo siente— cada tanto, sobre todo cuando mira las fotos de sus tíos y primos asesinados, en especial la de su primita de cuatro años.
Esa memoria y esa conciencia de haber escapado son puro presente al visitar el ex campo de concentración de Sachsenhausen, muy cerca de Berlín, donde probablemente mataron a los hermanos de su madre.
”Mi papá nunca quería hablar de su vida en Alemania”, cuenta Cristina, sobrina de Bernardo e hija de Willy.
”Fue un capítulo que siempre se quiso olvidar”, agrega mientras ceba mate en una reunión familiar hecha especialmente para agasajar a Bernardo en Berlín.
Aquí viven, además de sobrinos y nietos, sus hermanas Helga y Yuli, las menores de los diez hermanos Jerochim. Werner, que también vivía en la capital alemana, murió hace sólo unos meses. Y Erwin, radicado en Israel, no pudo viajar a Alemania por problemas de salud.
”Todo lindo, todo color de rosa”, concluye Bernardo al pensar en los diez días de visita en Berlín. Después de tomarse un par de días de descanso, el lunes piensa volver a salir con el banquito y el cajón de lustre a recorrer como siempre las oficinas del centro de Buenos Aires.
Desde ahora lo hará con dos compañeros más: en el bolsillo el pasaporte alemán y en el alma la satisfacción de haber visto ”su” ciudad 68 años después.