En la película Legado, un documental sobre la colonización judía en la Argentina que se estrenará comercialmente el próximo 14 de octubre, se incluye una escena en la que me preguntan: ”Tenembaum, usted ha recorrido el mundo en muchas ocasiones y, sin embargo, permanentemente recuerda su lugar de origen, Las Palmeras, mencionándolo toda vez que puede. ¿Cuándo se fue de su pueblo?”.
Mi respuesta es segura: ”Yo nunca me fui de mi pueblo”.
Con estas palabras creo sintetizar todos mis sentimientos por mis orígenes. No sólo siento que nunca me fui de mi pueblo, sino que lo llevo conmigo, bien adentro.
Me dicen que con motivo del centenario de Las Palmeras, en la provincia de Santa Fe, se lanzará una publicación conmemorativa. Sus editores desean registrar las memorias de la pequeña colonia ubicada a 15 kilómetros de Moisesville. Para mí, en cambio, hablar de Las Palmeras no se trata sólo de memorias sino, más bien, de vivencias. Lo contemporáneo está enraizado en el pasado y mucho de lo que ocurrió hace sesenta, cincuenta o cuarenta años se mezcla con eventos posteriores y actuales.
Cuando yo tenía cinco años, vivía con mis padres y hermanos en la casa de siempre, que aún tiene el frente intacto. Mis viejos, inmigrantes judíos llegados a la Argentina a comienzos del siglo XX, tenían un almacén-boliche en el predio de un campito de 18 hectáreas.
Yo era muy travieso, con ciertas habilidades para trepar árboles, cabalgar, jugar a las bochas, manejar boleadoras, meterme en el galpón donde se almacenaban fardos de alfalfa y llegar hasta los nidos de las palomas. También era diestro trepando paredes de ladrillos y en disimular las caídas cuando ocurrían. Cuando mi padre me sorprendía en una travesura solía aplicarme ”masajes activos”, que dolían. Sin embargo, con el tiempo supe desarrollar un antídoto contra esa terapia casera. Cuando veía venir el escarmiento inmediatamente me trepaba a un árbol cuyas ramas llegaban hasta el techo de mi casa y no me bajaba hasta que mi viejo me prometía que no me iba a pegar. Su palabra era sagrada.
Dada mi conducta dinámica y proclive a los accidentes, mi madre vivía preocupada, porque temía que me ocurriese algo.
Un tórrido verano, como suelen ser los veranos santafecinos, el director de la escuela del pueblo pasó por mi casa y, al ver a mi madre muy preocupada, le preguntó qué le pasaba.
”Señor director, este chico me tiene loca, no hay manera de controlarlo”, le dijo.
Rápido en encontrar una solución, el director le propuso: ”Mire, señora, envíemelo al colegio, póngale un guardapolvo y listo. Yo me encargo”.
”Pero es muy pequeño, tiene cinco años.”
”No importa, será oyente. Mándelo nomás.”
Aquel director se llamaba Piccione y mi maestra hasta 5° grado fue la señorita Jacinta Vulfson Kancepolsky. En 6° grado, lo tuve a Bobio, hermano del acordeonista -creo- de Colonia Bosi.
Y así fue como el oyente pasó los grados y a los diez años y medio terminó la escuela, listo para empezar el secundario.
Con menos de once años, entonces, me mandaron a Buenos Aires. Mi papá me acompañó hasta Palacios, una colonia vecina que tenía estación de tren. Ese viaje quedó grabado en mi memoria porque fue sinónimo de despegue, de reinicio.
El futuro estaba en Buenos Aires, pero el precio anímico que hube de pagar fue muy grande. Se trató del traslado desde un pequeño pueblito de chicharras, boleadoras, boliches, arados y olor a alfalfa a la gran urbe del subterráneo, los tranvías, la luz eléctrica, la lapicera fuente, las interminables calles y lo siempre nuevo.
El tren pitó y comenzó a rodar. Atrás quedó Palacios, junto a mi viejo, que me saludaba con el brazo en alto desde el andén. Todo era dolor para mí a bordo de ese viejo tren. Era el comienzo de una nueva vida.
Quien no recuerda su pueblo reniega de sus raíces, es un huérfano de memoria. Tuve la dicha de practicar la convivencia y recibir el cariño de los gauchos y los linyeras en un clima de pobreza, pero también de respeto y dignidad. Hoy bendigo la oportunidad que la Argentina les dio a nuestros abuelos.