La película “El hijo de Saúl” del director Laszlo Nemes (Budapest, 1977) ha sido laureada con varios premios y por ahora sólo la conocemos a través de las entrevistas dadas por el director y los comentarios de la prensa. El film aborda el tema del Holocausto desde un ángulo inédito. Dice el realizador: “Desde niño el tema me habitaba … incluso si nací 30 años después del fin de la guerra, ese episodio, que al final de cuentas es reciente en nuestra historia, me convocaba como cineasta … parte de mi familia fue asesinada en Auschwitz … sentía enojo e incomprensión … busqué durante años una manera de elaborar el film sin caer en el voyerismo o en los golpes bajos.”
Comenta Nemes el impacto que causó en él encontrarse cons manuscritos de los Zonderkommando de Birkenau, los portadores de secretos, escritos cotidianamente en la clandestinidad y escondidos en las paredes del campo.
El personaje, Saúl Auslander, un judío forzado a trabajar en el crematorio ya no percibe el horror, “deambula por el campo como un perro vagabundo”, como dice la canción. Su mirada está vacía, su muerte anunciada y su humanidad abolida, hasta el momento en que le parece reconocer a su hijo en un niño moribundo, marcado por el mismo destino de desaparición. Saúl, un padre, quiere darle una sepultura digna según los ritos judíos. Las pocas semanas que le quedan de vida comienzan a cobrar sentido buscando desesperadamente a un rabino para decir el kadish.
Su búsqueda parece alocada para sus compañeros que preparan la rebelión (que tuvo lugar el 7 de octubre de 1949) y le cuestionan pensar en los muertos y no en los vivos.
Más allá de otros aspectos de la trama y de la dinámica que se mencionan sobre la película, lo que interesa resaltar acá es el despertar de la humanidad del personaje: pasa de un estado deshumanizado a un sentir humano y desea a cualquier precio humanizar la muerte dando sepultura a un hijo.
Ese hijo -dice Lazlo Nemes- representa a todas las personas que fueron exterminadas, transformadas en humo, sin dejar huellas, sin nombre ni entierro, privadas no sólo de su vida sino también de su muerte, siguiendo el pensamiento del filósofo italiano Giorgio Agamben.
El cuestionamiento de los compañeros del crematorio, plantea, tal vez, una de las motivaciones más fuertes del director: “no quería hacer una película sobre los sobrevivientes, buscaba el impacto visceral de la experiencia frente a la zona más negra”. Esa zona a la que alude Primo Levi cuando afirma que los verdaderos testigos, los hundidos, son aquellos que tocaron fondo. Los que no volvieron para contarlo.
Además del valor testimonial de una generación heredera y ya no testigo directo de la Shoah, El hijo de Saúl, resuena también como un kadish para todas las víctimas.