Hace cincuenta años, en agosto de 1952, Josef Stalin ordenó fusilar a varias de decenas de intelectuales judíos por motivos que aún se desconocen y que probablemente nunca sabremos. La excusa de turno rebosaba de argumentos falaces. Se los acusó de intentar separar a Crimea de la Unión Soviética para establecer una república judía, burguesa y sionista, con la complicidad de los servicios secretos de los Estados Unidos.
Estas fantasías propias de la paranoia más galopante, así como burdas excusas para sembrar terror, tuvieron su correlato en otro extremo del mapa político y geográfico. En Argentina, notorios nacionalistas denunciaron una conspiración judía, de nombre ”Plan Andinia”, con el objeto de fundar un Estado judeo-marxista en la Patagonia.
O sea que mientras los rusos acusaron a los judios de conspirar con el capitalismo mundial para destruir al marxismo, en sudamérica se los acusaba de ser agentes del marxismo para destruir el capitalismo. En rigor de verdad, demás está decirlo, las repúblicas de Crimea y de Andinia sólo existieron como producto del más visceral antisemitismo que unía por igual a soviéticos y fascistas del hemisferio sur.
Stalin, al igual que Lenin, esperaba que los judíos soviéticos desaparecieran gradualmente a medida que el régimen les ofreciera la zanahoria de la modernizacion junto al palo de la asimilación forzada. Pero hacia el final de su vida no pudo dominar su virulento antisemitismo y comenzó un asalto sistemático sobre los líderes de la cultura Ydish. Esta campaña culminó con las ejecuciones múltiples que tuvieron lugar en el sótano de la prisión de Lubyanka, tristemente célebre pues allí también permaneció cautivo Raoul Wallenberg, el diplomático sueco secuestrado por el Ejército soviético en 1945. Wallenberg es el primer desaparecido de la era moderna, por causas que tampoco conocemos y que esperamos develar algún día.
Ambas historias, la de los poetas judíos y la de Wallenberg, se conectan en el absoluto desprecio por la vida y el avasallamiento de las libertades individuales de los regímenes totalitarios. Cuando desaparecen las instituciones democráticas las puertas de la arbitrariedad quedan abiertas.
El caso de los escritores judíos es perfectamente significativo: eran judíos pero también prosoviéticos, proselitistas del marxismo stalinista, feroces antisionistas y opositores acérrimos al idioma hebreo, al extremo de oponerse al movimiento hebraista renacentista cuando, ironicamente, algunos de ellos habian iniciado sus carreras literarias escribiendo en la lengua sagrada.
En los años posteriores a la revolución el Partido Comunista mantuvo una actitud hostil a la lengua y cultura hebrea, pero apoyó oficialmente al Ydish, la ”lengua del proletariado”. La maniobra pretendía conquistar a las ”masas judías” para la causa de la revolución, al tiempo que justificaba la destruccion de los auténticos valores del pueblo judío.
Muchos, aún notables, cayeron en esta trampa divisionista. Bajo el pretexto de trabajar a favor del desarrollo de una cultura ”productiva y antioligarquica” y contra la religion, ”el opio de los pueblos”, se convirtieron en colaboracionistas del régimen, contra los judíos que bregaban por una sociedad pluralista cimentada, ante todo y por sobre todo, en la libertad.
David Bergelson, Itzik Fefer (aparentemente un infiltrado, según documentos revelados posteriormente) , Der Nister, Isaac Nusinov, Biniamin Zuskin y Shlomo Mijoels, entre muchos otros corifeos de la literatura Ydish en la Unión Soviética, hacían propaganda a favor del régimen, vivían gracias a las facilidades que les proveía el sistema y hasta escribían canciones de cuna que alababan al comunismo y rendían culto a la personalidad de Stalin. Los versos de Fefer en su poema ”Canción de cuna a un niño judio en Birovillan” hablan por sí solos:
Shlof main kind, farmaj di oign
Duerme mi niño cierra los ojos.Bizn Kreml geien grisn
Hasta el Kremlin llega la noticiaVegn dir main kind
Referente a ti, mi niño.Zol der javer Stalin visn
Para que el companero Stalin sepaAz du schlofst atzind.
Que ya estás durmiendo.
También son elocuentes los versos de su poema dedicado a Stalin:
Zog ij Stalin, mein ij shein
Al decir Stalin digo hermoso.Mein ij eibik gliklej zain
Quiero decir felicidad eterna.Mein ij kein mol schoin nit visn.
Quiero decir que nunca ya sabréSchoin nit visn fun kein pein.
No sabré de ningún dolor.
El único interés de Stalin era conservar y aumentar su poder utilizando todo lo que estuviera al alcance de su control omnímodo sobre el Estado.
Cualquier otro elemento que no tuviese que ver con la acumulación de su poderío político era circunstancial y por lo tanto desechable. Desechables fueron, entre muchos otros, los intelectuales judíos que en algún momento creyeron que su presencia, su prosa y su inteligencia podían tener algún valor en sí mismos.
Tan importante como rendir homenaje a las víctimas de la barbarie stalinista es no olvidar la trágica metamorfosis de los intelectuales que ayudaron a atizar la hoguera que los consumió al renunciar tanto a su identidad como a su dignidad. Muy distinto al caso de Wallenberg, víctima del terror pero por haber luchado a favor de la vida y la libertad, valores despreciados por el comunismo soviético y sus acólitos.
En agosto celebramos el 90º aniversario del nacimiento de Wallenberg. También en este mes de agosto lloramos la tragedia de los escritores judíos y los crímenes de Stalin.