Un día de verano de 1870, Israel Kantor y su esposa Sara Dora viajaron de Brest Litovsk a Kamenets para asistir a la boda de Jaime con Malka, la hija de Jacobo y Clara Neiman.
Rebeca, la casamentera, había concertado el matrimonio de los jóvenes que acababan de cumplir quince años. Era un buen partido para ambos, muy especialmente para Jaime. Israel, el padre, nunca había podido salir de pobre vendiendo harina, pan casero, papas, huevos, grasa y tabaco al menudeo. En cambio, Jacobo Neiman hizo fortuna administrando los molinos y los bosques delconde Litovsky quien le arrendaba además la propinación para fabricar aguardiente. Los Neiman vivían en la abundancia, viajaban en el otoño a las termas de Karlsbad, y pudieron dotar a la hija con mil rublos y alojar en su hogar a la pareja.
Un año después Malkaesperaba un niño. El embarazo fue desastroso, sufrió una hemorragia en el parto y murió pocas horas después de nacer Simón.
Terminado el duelo de treinta días, Jacobo ordenó que el yerno regresara a casa de los padres y los Neiman se hicieron cargo del nieto.
Una tarde, entre sorbo y sorbo de té, Rebeca sugirió a los Kantor que había llegado el momento de buscarle otra novia al muchacho. Mencionó de paso a Raquel Aisiks, un modelo de virtudes que, a los trece años, era una excelente ama de casa y conocía bien las tradiciones. Los Aisiks vivían en una aldea cercana, no tenían dinero para dotarla y aceptarían que se casara con un hombre cinco años mayor siempre que la prometida no se enterara de que era viudo y tenía un hijo.
El día de Simjat Torá, Jaime había paseado el Libro de los Libros por la sinagoga y estaba de buen humor. Durante la cena, Israel le recordó que todo buen judío debía formar una familia. El muchacho se levantó llorando de la mesa pero un par de semanas después pudieron dialogar sobre la propuesta.
Se casaron en la primavera de 1874. Raquel no era atractiva. Pálida y ojerosa, no hacía buena pareja con Jaime, alto, elegante con su barba negra enrulada que recortaba los viernes, antes del shabat. Ella se enamoró al verlo por primera vez bajo el palio y jamás se preocupó del pasado de su marido.
Rubén, el primer hijo, llegó en 1875 y, en los años siguientes, nacieron cuatro varones más y una niña.
Pasó el tiempo y Jaime se hartó de la tienda del padre. Lo atraían más las tareas rurales y, sobre todo, la tala de bosques. Consiguió que el príncipe Mazursky le arrendara cincuenta hectáreas y hacía arrojar los troncos al Bug rumbo a los aserraderos de Varsovia. Llegó a ser el hombre más rico del pueblo y lo eligieron presidente de la Comunidad.
Sin embargo la existencia se hacía cada vez más difícil para los Kantor en la zona de Rusia donde estaban obligados a residir. Desde épocas inmemoriales los zares procuraban resolver el problema judío con la asimilación o la expulsión, pero las leyes se hicieron cada vez más restrictivas a partir del asesinato de Alejandro II en 1881. La vida cotidiana, los viajes, las ocupaciones, el servicio militar estaban regulados por centenares de códigos que la policía y los burócratas corruptos interpretaban arbitrariamente castigando a los pobres y esquilmando a los ricos.
Había llegado el momento de emigrar. Aunque a los mayores les inquietaba que en otras tierras los hijos se alejaran de las tradiciones, el peligro era menor que alistarse en los ejércitos del zar de donde desaparecían sin dejar rastros.
Irina Petrovska se moría de cáncer en un hospital de Buenos Aires. Isaac dormitaba en una silla junto a la madre cuando lo despertó un cañonazo. Había soñado con el arzobispo ortodoxo que los instaló en el camarote del Ciudad de Corrientes rumbo a Formosa, y con Pavel Ivanovich, el mayordomo de la familia Madero Uriburu que los llevó a la estancia Las Lomitas.
Las explosiones despertaron a Irina
– ¿Qué sucede? – le preguntó a Isaac-. ¡El mundo se viene abajo!
– Están volteando a Perón, mamá – le respondió. Un rayo de sol se filtró por las celosías esa mañana de Septiembre de 1955.
Millares de judíos abandonaron Rusia buscando refugio en América, en la Palestina de esa época y en cualquier país del mundo que quisiera recibirlos. Ciento cincuenta familias emigraron a la Argentina y se establecieron cerca de una estación de ferrocarril en una región donde, extrañamente, el calor venía del norte y el frío del sur. Se alojaron en vagones y carpas improvisadas, y una epidemia de sarampión mató a cincuenta de sus niños. Un filántropo judío, el barónHirsch, auxilió a los colonos y compró las primeras diez mil hectáreas de Moisés Ville donde se establecieron los Kantor y unos cuarenta grupos familiares más.
A los ocho años Simón repetía de memoria muchos textos de las Escrituras y empezó a admirar a los profetas que denunciaban a los poderosos; a Samuel porque previno al pueblo sobre los peligros de designar un rey; a Isaías cuando proclamó que la riqueza era fruto de la injusticia, combatía la usura, condenaba el lujo y defendía a los oprimidos. Moisésordenaba no odiar a los extranjeros, pero Simón vivía rodeado de gente que se detestaba y perseguía.
Poco antes del Bar Mitsvá, le contaron que era nieto de los Neiman, que Kantor no era su segundo nombre como creía sino su apellido, y que lo llamarían a leer la Torah en la forma que correspondía: Simón, hijo de Jaime Kantor.
Salió llorando de la casa, vagó por las calles y, por primera vez, advirtió que no conocía a las personas que miraban con desprecio sus rulos, la gorra y el caftán. Le habían prohibido acercarse a los rusos y a los polacos. Analfabetos y andrajosos, los rusos guardaban los animales dentro de las casas sin chimeneas, llenas de humo. Los polacos sabían leer y escribir, construían establos para el ganado y sólo tenían en común con sus vecinos el odio a los judíos.
Ese día, el comisario ordenó que nadie saliera a la calle porque temían un atentado de los anarquistas contra el gobernador que pasaría por allí. Simón quiso acortar camino por el bosque pero pisó un charco y se cayó al agua. Algo se movió entre los árboles mientras trataba de ponerse de pie y, muerto de miedo, escuchó la risa de Irina Petrovska, a quien había visto de reojo en el mercado. Irina lo ayudó y él se alejó corriendo.
La volvió a encontrar, le pidió que le enseñara a leer ruso e Irinale regaló una novela de Pushkinsobre un levantamiento de campesinos y cosacos. Simón la visitaba sin el caftán, ocultando los rulosbajo la gorra. Lo fascinaban sus ideas,pero no ignoraba que lo pasaría mal si se enteraban los abuelos.
Huyeron juntos a Minsk en el verano de 1887. Natasha, la tía de Irina, colaboraba con los revolucionarios. No la entusiasmaba alojar a un judío pero los puso en contacto con los anarquistas y comenzaron a repartir libros y folletos.
La policía los detuvo en el otoño y, cuando una semana después los pusieron en libertad hambrientos y maltrechos, Irina regresó a Kamenets y Simón se unió a un grupo de camaradas con quienes recorrió Rusia trabajando de jornalero.
Los jóvenes volvieron a encontrarsedos años después en Minsk, se enamoraron y se amaron apasionadamente. Isaac nació en la primavera de 1891 y fue bautizado por el pope Boris Karpov en la iglesia de San Vladimiro.
Poco después, la policía detuvo a Simón durante una huelga de obreros textiles e Irina aceptó ayudar en los quehaceres domésticos a Tatiana, la esposa del pope. Este no ocultaba su simpatía por la muchacha y cuando lo trasladaron a San Petersburgo, le pidió que lo acompañara como ama de llaves.
Tatiana era celosa y Karpov se exponía a perder su cargo. La mujer lo amenazó con denunciarlo ante las autoridades eclesiásticas, y el pope tomó la decisión de deshacerse de Irina y su hijo. Sin muchos explicaciones los envió en tren rumbo a Burdeos donde días después se embarcaron a Buenos Aires. El arzobispo ortodoxo de esa ciudad, un compañero de seminario de Boris, accedió a protegerlos y más tarde los puso al cuidado de Pavel Ivanovich en Formosa.
Cuando llegó el momento de ir a la escuela, don Pedro, el cura de Las Lomitas, bautizó a Isaac según el rito católico, y lo alojó en su casa hasta que concluyó la primaria. El muchacho ingresó más tarde al Seminario de Santa Fe y, terminados sus estudios, se hizo cargo de una capilla en la estancia de los Madero Uriburu. Años después lo nombraron párroco de la iglesia del Sagrado Corazón en Barracas, un barrio de Buenos Aires.
Simón Kantor había pasado tres años en una cárcel de Siberia cuando se sublevó el regimiento que la custodiaba y liberaron a los prisioneros. Tardó seis meses en llegar a Minsk perseguido por la policía y allí se enteró de que Irina e Isaac habían desaparecido. Poco después se enfermó de tuberculosis. Unos amigos le encontraron lugar en un carretón que transportaba máquinas agrícolas para el conde Litovsky y así regresó medio muerto al hogar de sus abuelos en Kamenets.
Los viejos habían fallecido y habitaban la casa unos parientes. La fiebre y el delirio transformaron a Isaac y a Irina en un recuerdo fantasmal. Poco a poco, Simón dejó de pensar en ellos. La revolución social era un tema del pasado. Había un solo ser importante en el mundo: él mismo, y su única obligación era sobrevivir. Al tiempo se enamoró de Ester, la hija menor de los parientes, se casaron en 1902 y en una década nacieron sus seis hijos. Pero no había hallado el paraíso terrenal. Las luchas campesinas y los pogroms trajeron pobreza, hambre y destrucción a la aldea. Simón sufrió una recaída de su enfermedad durante la Primera Guerra y murió en 1921, apenas instalado el régimen bolchevique. Cuatro de sus hijos emigraron a la Argentina.
Isaac volvió a hacerse cargo de sus feligreses cuando murió la madre.
Un día domingo fue a decir misa a la Recoleta. Hacía calor y se sentó a descansar bajo el gomero que plantaron los monjes en tiempos de la Independencia. Un hombre sollozaba junto a las enormes raíces del árbol, y el cura sintió curiosidad por preguntar qué le sucedía.
– Mi hijo está grave. ¡Se va a morir! – murmuró.
– No pierda la esperanza. Voy a rezar para que se salve – prometió el sacerdote.
– No sé… Somos judíos.
– Mi padre también era judío.
-¿Su padre ? Usted quiere decir Jesucristo ¿verdad?
– No. Mi padre. Mi padre. Murió en Rusia, en tiempo de los zares.
– Mis abuelos eran rusos.
– Podríamos ser parientes – se sonrió el cura.
– Me parece difícil.
– A ver, dígame su nombre.
-José Kantor. Papá se llamaba Rubén. No hay cristianos en mi familia.
El párroco lo miró con curiosidad:
– De vez en cuando vengo a decir misa en la iglesia del Pilar, aquí nomás, junto al cementerio. Una promesa que le hice a mi benefactora, la señora de Madero Uriburu ¿sabe? Nos legó su fortuna después de que la hija murió de hepatitis.
– ¿Hepatitis ?
– Sí. ¿Por qué se sorprende?
– Mi hijo está enfermo de hepatitis.
– Dios lo salvará.
– Gracias, padre, balbuceó José.
El cura sintió que había algo milagroso, absurdo, trascendente en ese encuentro. Una ternura profunda lo unía al hombre que acababa de conocer y un extraño impulso lo incitaba a sondear en el pasado, a rehacer los lazos, a recrear los afectos.
José quiso decir algo más, conmovido por la actitud del religioso. Pero no encontraba las palabras.
De pronto se rompió el hechizo y el cura retomó su camino lentamente.
– Espere – balbuceó José -. No sé su nombre.
– Soy Isaac Kantor. Papá se llamaba Simón y mamá Irina. Ignoro quiénes eran mis abuelos. Me contaron que vivían en Rusia.
– Repítame cómo se llama, por favor -, se cercioró José.
– Isaac Kantor… Acompáñeme a la iglesia. Charlaremos después de misa.
Entraron al templo tomados del brazo.
* Alberto Kaplan es médico y escritor argentino.