Juan XXIII nació en Sotto il Monte, provincia de Bérgamo, el 25 de noviembre de 1881, primer hijo varón de Marianna Mazzola e di Giovanni Battista Roncalli . El mismo día fue bautizado por el párroco don Francesco Rebuzzini, recibiendo el nombre de Angelo Giuseppe. Fue su padrino el anciano Zaverio Roncalli, el primero de los siete tíos de papá Battista, hombre muy piadoso que, habiéndose quedado soltero, asumió la misión de educar religiosamente a sus numerosos sobrinos.
Terminados los estudios elementales, habiendo manifestado desde la infancia una seria inclinación hacia la vida eclesiástica, se preparó para ingresar al seminario diocesano. Recibió lecciones suplementarias de italiano y de latín impartidas por algunos sacerdotes del lugar y frecuentó el prestigioso colegio de Celana. El 7 de noviembre de 1892 ingresó en el seminario de Bérgamo donde, tras algunos tropiezos originados por su insuficiente preparación, se distinguió tanto en el estudio como en la formación espiritual hasta el punto de que sus superiores lo admitieron para la tonsura antes de cumplir los catorce años.
Habiendo terminado con provecho el segundo año de teología en julio de 1900, fue enviado en enero de 1901 a Roma, al seminario romano dell’Apollinare, donde eran otorgadas becas de estudio a clérigos bergamascos.
A pesar de la interrupción de un año para prestar servicio militar en Bérgamo desde el 30 de noviembre de 1901, su formación en el seminario resultó muy fructífera. El 13 de julio de 1904, a los veintidós años y medio, obtuvo el doctorado en teología. El 10 de agosto fue ordenado sacerdote en la iglesia de Santa Maria di Monte Santo; celebró la primera misa al día siguiente, en la Basílica de San Pedro, durante la cual manifestó su donación total a Cristo y su fidelidad a la Iglesia. En octubre inició en Roma los estudios de derecho canónico, interrumpidos un año más tarde cuando fue designado secretario del nuevo Obispo de Bérgamo Mons. Giacomo Radini Tedeschi. Alrededor de diez años permaneció en este cargo, trabajando activamente en una de las diócesis más prestigiosas. A la par desempeñó otras funciones. Enseñó múltiples materias en el seminario y elaboró investigaciones sobre la historia local.
El estallido de la guerra del 14 lo vio prodigarse por más de tres años como capellán con el grado de sargento en la asistencia a los heridos en los hospitales militares de Bérgamo, llegando a actos de verdadero heroísmo. En julio de 1918 aceptó generosamente asistir a los soldados afectados de tuberculosis, sabiendo que arriesgaba la vida por el peligro de contagio.
En 1925, nombrado Visitador Apostólico en Bulgaria, inició un período diplomático al servicio de la Santa Sede, que se prolongó hasta 1952. Tras su ordenación episcopal en Roma, el 19 de marzo de 1925, partió hacia Bulgaria. Allí estableció en 1931 una Delegación Apostólica, de la cual él mismo fue designado como primer representante para organizar los primeros contactos con la Iglesia Ortodoxa búlgara.
El 27 de noviembre de 1934 fue nombrado Delegado Apostólico en Turquía y en Grecia, países que tampoco tenían relaciones diplomáticas con el Vaticano.
Con habilidad y tacto organizó algunos encuentros oficiales con el patriarca de Constantinopla -los primeros, después de siglos de separación de la Iglesia Católica-.
Durante la Segunda Guerra Mundial desarrolló una extraordinaria acción de asistencia en favor de los judíos, amenazados por el exterminio nazi, y de la población griega, apremiada por el hambre.
La voluntad inquebrantable de Monseñor Roncalli modificó el destino que llevaba a los campos de la muerte a judíos de Francia, Eslovaquia, Croacia, Bulgaria, Rumania, Hungría e Italia. Diversos estudios históricos dan cuenta de que arriesgó tanto su posición como su vida al proveer millares de visas, certificados de bautismo temporarios y certificados de inmigración, que autorizaban, la entrada a Palestina de los perseguidos por el nazismo. Según fuentes católicas, fueron otorgados 80.000 certificados. En el juicio de Nuremberg se dieron a conocer testimonios de sus intervenciones para salvar decenas de miles de personas.
Como fruto de su destacada actuación, fue promovido a la prestigiosa Nunciatura de París, que asumió el 30 de diciembre de 1944. Allí se desempeñó con habilidad diplomática e inteligencia hasta su traslado a la sede de Venecia, a la que llegó el 5 de marzo de 1953, inmediatamente después de ser nombrado Cardenal. El 28 de octubre de 1958, la fumata preanuncia que, a los setenta y siete años, el Cardenal Roncalli asumirá el Papado de la Iglesia Católica, Apostólica Romana con el nombre de Juan XXIII.
Quienes desconocían o minusvaloraban sus extraordinarias dotes intelectuales y espirituales creyeron que el suyo sería un pontificado de transición, pero reveló un estilo que reflejaba su personalidad humana y sacerdotal madurada a través de una significativa serie de experiencias. Se ocupó de conferir una impronta pastoral a su ministerio, subrayando su naturaleza episcopal en cuanto Obispo de Roma. Multiplicó los contactos con los fieles mediante visitas a las parroquias -especialmente las más humildes-, las cárceles y los hospitales.
Su mayor contribución fue el Concilio Vaticano II, anunciado en la basílica de San Pablo el 25 de abril de 1959. Se trataba de una decisión personal tomada por el Papa después de consultas privadas con algunos íntimos y con el Secretario de Estado, Cardenal Tardini. Los objetivos asignados al Concilio, que se inauguró el 11 de octubre de 1962, eran originales: no se trataba de definir nuevas verdades, sino de reexponer la doctrina tradicional de modo más adecuado a la sensibilidad moderna. En la prospectiva de un aggiornamento atinente a toda la vida de la Iglesia, Juan XXIII invitaba a privilegiar la misericordia y el diálogo con el mundo, por encima de la condena y la confrontación, con un renovado concepto de la misión eclesial, abarcadora de todos los hombres. Juan XXIII fue el motor espiritual de este hito histórico que redefinió la relación entre la Iglesia y el Judaísmo.
En la primavera de 1963 le fue otorgado el Premio ”Balzan”, en testimonio de su empeño a favor de la paz, particularmente con la publicación de las encíclicas Mater et Magistra (1961) y Pacem in terris (1963).
De la primera de las encíclicas mencionadas citamos algunos párrafos reveladores de la hondura de su pensamiento : ”Por lo tanto, cualquiera sea el progreso técnico y económico, en el mundo no habrá justicia ni paz hasta que los hombres no retornen al sentido de la dignidad de las criaturas y de los hijos de Dios, primera y última razón de ser de toda la realidad por él creada”. Recordamos que, en el siglo XVII, Baruch Spinoza adelantó en su célebre dictum ”Deus sive Natura” una traducción secular de esta última afirmación.
”[…] Es verdad -prosigue la encíclica- que la persecución que desde hace decenios se hace más cruel en muchos países, incluso de antigua civilización cristiana, sobre tantos de nuestros hermanos e hijos, por esto especialmente queridos para nosotros, pone cada vez en mayor evidencia la digna superioridad de los perseguidos y la refinada barbarie de los perseguidores […]”.
”Los progresos científico-técnicos, el desarrollo económico, las mejoras en las condiciones de vida son ciertamente elementos positivos de una civilización. Sin embargo, debemos recordar que no son ni pueden ser considerados valores supremos, en comparación con los cuales revisten carácter esencialmente instrumental. Advertimos con amargura que en los países económicamente desarrollados no son pocos los seres humanos en los cuales se ha atenuado o apagado o derribado la conciencia de la jerarquía de los valores; es decir que en ellos los valores del espíritu se han descuidado u olvidado o negado; mientras, los progresos de las ciencias, de las técnicas, el desarrollo económico, el bienestar material son favorecidos y propugnados a menudo como preeminentes y hasta son elevados a única razón de vida. Esto constituye una amenaza disolvente, entre las más deletéreas que ejercen los países económicamente desarrollados sobre los que se encuentran en fase de desarrollo: pueblos en los cuales no raras veces, por antigua tradición, la conciencia de algunos de los más importantes valores humanos está viva y operante.// Atentar contra esa conciencia es esencialmente inmoral. En cambio, debe ser respetada y, en la medida de lo posible, esclarecida y desarrollada, a fin de que continúe siendo lo que es: fundamento de verdadera civilización.”
”La verdadera solución se encuentra solo en el desarrollo economico y en el progreso social, que respeten y promuevan los verdaderos valores humanos, individuales y sociales; desarrollo económico y progreso social, es decir, desarrollados en el ámbito moral, conforme a la dignidad del hombre y a ese inmenso valor que es la vida de cada ser humano.” Reclama por ello una colaboración en el plano mundial que favorezca una ordenada y fecunda circulación de los conocimientos que permiten alcanzar una sociedad con rostro humano. Recordemos, en este sentido, que hace ya más de dos milenios, Aristóteles declaró en una sentencia inovidable: ”El hombre tiende por naturaleza a conocer” .
También el plano mundial se encuadra otra reflexión de Angelo Roncalli. Subraya que los retóricos llamados a la justicia aumentan la confusión, exacerban los contrastes y enardecen las contiendas. Como consecuencia ”se difunde la persuasión de que para hacer valer los propios derechos y perseguir los propios intereses no existe otro medio que el recurso a la violencia, fuente de gravísimos males”.
La segunda encíclica citada, Pacem in terris, es pródiga en consideraciones sobre la convivencia entre los hombres. Sostiene que los seres humanos, ”en todos los países y en todos los continentes, o son ciudadanos de un estado autónomo e independiente, o están por serlo; ninguno ama sentirse súbdito de poderes políticos provenientes de fuera de la propia comunidad humana o grupo étnico. En muchísimos seres humanos se va así disolviendo el complejo de inferioridad prolongado por siglos y milenios; mientras en otros se atenúa y tiende a desaparecer el respectivo complejo de superioridad, derivado del privilegio económico-social o del sexo o de la posición política. // Por el contrario, se ha difundido muy largamente la convicción de que todos los hombres son iguales por dignidad natural. Por lo cual las discriminaciones raciales no encuentran más ninguna justificación, al menos en el plano de la razón y de la doctrina; esto representa una piedra miliar en la vía que conduce a la instauración de una convivencia humana conformada sobre los principios antes expuestos”. Cuando en los seres humanos aflora la coinciencia de sus derechos, surge la de los respectivos deberes: ”en los sujetos que son titulares de ellos, del deber de hacer valer los derechos como exigencia y expresión de la propia dignidad; y en todos los otros seres humanos, del deber de reconocer los mismos derechos y de respetarlos”.
”[…]La autoridad que se funda solo o principalmente en la amenaza o en el temor de penas o, en caso contrario, en el aliciente de premios no induce eficazmente a los seres humanos a actuar por el bien común; y aun si, hipotéticamente, los moviese, esto no sería conforme a su dignidad de personas, es decir, de seres razonantes y libres. La autoridad es, sobre todo, una fuerza moral; debe, en consecuencia, primeramente, llamar a la conciencia, al deber, o sea que cada uno ha de aportar voluntariamente su contribución al bien de todos. Los seres humanos son todos iguales por dignidad natural: ninguno de ellos puede obligar a los otros interiormente. Solo Dios puede hacerlo, porque él solo ve y juzga las actitudes que se asumen en el secreto del propio espíritu.”
”[…] Así las comunidades políticas pueden diferir entre ellas en el grado de cultura y de civilización o de desarrollo económico; pero esto no puede de ningún modo justificar el hecho de que las unas hagan valer injustamente su superioridad sobre las otras; más bien puede constituir un motivo por el cual se sientan más empeñadas en el trabajo por el crecimiento común”.
”[…] No existen seres humanos superiores por naturaleza y seres humanos inferiores por naturaleza, sino que todos los seres humanos son iguales por dignidad natural. En consecuencia, no existen tampoco comunidades políticas inferiores por naturaleza: todas las comunidades políticas son iguales por dignidad natural, puesto que sus miembros son los mismos seres humanos.”
”[…] Desde el siglo XIX una tendencia de fondo muy extendida en el desenvolvimiento histórico ha sido la adecuación de las comunidades políticas a las nacionales. Sin embargo, por un conjunto de causas, no siempre se llegó a hacer coincidir los confines geográficos con los étnicos […]. Afirmamos del modo más explícito que una acción directa para oprimir y sofocar el flujo vital de las minorías es una grave violación de la justicia; y tanto más cuando se desarrolla para hacerlas desaparecer”. ”Esto indica, por desgracia, cómo existen regímenes políticos que no aseguran a las personas individuales una esfera suficiente de libertad, en la cual se permita a su espíritu respirar con ritmo humano; por el contrario, en esos regímenes se pone en discusión o directamente se desconoce la legitimidad de la existencia misma de esa esfera. Esto, no hay duda, representa una radical inversión en el orden de la convivencia, ya que la razón de ser de los poderes públicos es la de actuar por el bien comón, del cual un elemento fundamental es reconocer esa esfera de libertad y asegurar su inmunidad”.
”Al igual que el bien común de cada comunidad política, el bien común universal no puede ser determinado más que teniendo respeto a la persona humana. Por lo cual también los poderes públicos de la comunidad mundial deben proponerse como objetivo fundamental el reconocimiento, el respeto, la tutela y la promoción de los derechos de la persona: con una acción directa, cuando el caso lo requiera, o creando un ambiente de alcance mundial en el cual resulte más fácil a los poderes públicos de cada comunidad política desenvolver las propias funciones específicas” .
El prestigio y la admiración universales se pudieron medir plenamente durante las últimas semanas de la vida de Juan XXIII.
Su muerte acaeció la noche del 3 de junio de 1963.
Lamentablemente no pudo participar de las etapas intermedias y finales del Concilio Vaticano II, cuyo su término se produjo el 15 de octubre de 1964.
El más ambicioso de sus proyectos contó con su irremplazable presencia sólo durante dos años.
El teólogo anglicano Rev. Dr. James Parkes sostuvo que pocos días antes de la clausura definitiva del Concilio el tema obligado fue el debate de las relaciones interconfesionales, debate en el cual Juan XXIII hubiese tenido un rol protagónico pues, a pesar de que ”el vocablo fatal ‘deicidio’ ha sido omitido en el documento definitivo, si Juan XXIII estuviera con vida él hubiera inducido a los padres a un emotivo acto de penitencia que en aquel instante habría sido de la mayor sinceridad” .
En el azaroso siglo de la doble incógnita, cuyos hitos más atroces quizá sean la noche parda, el Gulag y el hongo de Hiroshima, predicar la salvación por el amor requería una visión panhumana muy por encima de los módulos restringidos que solo atienden a la conveniencia de grupos o sectores. Una intensa preocupación por el destino de cada hombre y por la extensa humanidad fue la característica distintiva de quien será registrado en la historia de los hombres como Juan el Bueno.
Angelo Giuseppe Roncalli aspiró a tender puentes entre los hombres facilitando su comunicación y su entendimiento. Queremos destacar nuestra admiración por la persona y la personalidad de Juan XXIII, quien dio importantes pasos hacia una humanidad sin discriminaciones y, en horas muy oscuras, impartió muy claros ejemplos. Para que el individuo alcance la dignidad de la persona es precisa una actitud militante más que una declaración de buenas intenciones. El camino del amor es el único que pueden transitar quienes todavía tienen fe en el destino de los hombres en tanto que personas. El hombre creado a imagen y semejanza -es decir, el hombre modelado en el Día Sexto de la Creación, según leemos en el Génesis- fue el eje de sus preocupaciones y su devoción por el Inefable no lo distrajo de las tribulaciones de las criaturas. Sus notables encíclicas Mater et magistra y Pacem in terris definen con precisión, según acabamos de ver, la profundidad de su pensamiento humanista.
”Los hierros de la muerte en arados se mudarán y no alzará la espada gente contra gente”. Palabras de Isaías que leemos en el Libro de los Libros. Profecía que estamos lejos de ver cumplida, pero que se corporiza en las nobles actitudes y en las valientes acciones de Angelo Giuseppe Roncalli, que supo reconocer el sello divino (tzelem Elohim) en cada hombre y erigir el amor al prójimo en acto cotidiano. Reverenciamos en Juan XXIII a uno de los espíritus más luminosos del siglo XX, tan necesitado de que todos comprendan -como alguna vez advirtió ese gran humanista que fue Albert Schweitzer- que ”sin ética no hay civilización posible”.
A Juan el Bueno le son enteramente adecuadas las palabras de Rabí Hillel: ”Fue como deben ser los sucesores de Aarón: amó la paz, predicó la paz, amó a los seres y les acercó la verdad”.
* José Isaacson es escritor y poeta.