El 19 de abril se recuerda el levantamiento del Gueto de Varsovia. Como no hay fecha que pueda abarcar la catástrofe de la Shoá, quizá porque su extensión en el tiempo no pueda ser dicha con la precisión que exigen los calendarios, quizá porque la experiencia de la Shoá no puede, definitivamente, ser dicha, o porque su duración no tiene término ni cumplimiento acabado, se ha elegido entonces este día, el 19 de abril de cada año, para hacer memoria, junto con la de la lucha del Gueto, de toda la dimensión indecible, el sacrificio, el espanto y el desvarío humano de Auschwitz.
Se enaltece el heroísmo que en la primavera de 1943 llevó a un grupo de jóvenes a enfrentar el nazismo con la precariedad de las armas, se destaca la voluntad y el coraje de unos pocos, débiles, exhaustos, mal armados, que prefirieron la muerte en el combate antes que la sombría muerte que aguardaba del otro lado de los trenes. Me alegra la dignidad de esa elección. Merece todo mi reconocimiento, toda mi alabanza. Finalmente, siempre se trata de los modos de morir. Y los que se alzaron en Varsovia, de algún modo, se adueñaron de la muerte que el campo quería arrebatarles. Porque no sólo la vida se perdía en Auschwitz, se perdía también la muerte. Pero aun así, me interrogo por la fragilidad, por la negación que hace más tolerable el recuerdo de los héroes, la exaltación del valor, la hazaña, la entereza, antes que el del frío silencio del miedo y las caras sin nombre. Me pregunto si alrededor de esta memoria no habla, no sigue hablando precisamente, la tenacidad de una fuerza que censura, a nuestro pesar, lo que hay de insoportable, lo que no puede ser traducido ni fijado en el recuerdo de Auschwitz.
Pasó ya mucho tiempo. Sin embargo, cuando llegan estos días cercanos a Pésaj, a la tradición que celebra el Exodo y la libertad, vuelvo a sentir la obligación, la necesidad de recordar y decir. Recuerdo que ”el mundo libre”, entre 1939 y 1945, fue indiferente, que ”ignoró” las atrocidades que el totalitarismo imponía sobre nuestros cuerpos. Revivo la desilusión de quienes pensamos que la derrota del nazismo en la guerra iba a abrir un período de libertad, de emancipación y equilibrio. Repaso los años durante los cuales no pude hablar, ese tiempo en que sólo podía escuchar y ser escuchado por otros sobrevivientes. Casi 40 años de pudor, sin hablar; después hablé, hablé mucho, dije mis cosas, quise el modesto y difícil favor de comprender, pero ahora, otra vez, veo llegar el amargo entendimiento del silencio. Una parábola, una vida. Y a pesar de todo, mi recuerdo no es vacío: están mis padres, mis hermanos, mis vecinos y amigos. Una memoria hecha de rostros humildes y concretos. Pronto no van a quedar testigos vivos; la memoria va a reducirse a monumentos, museos, va a perder la naturaleza, el atesoramiento de la experiencia. Están esos rostros y el nombre de los míos. ¿Y los otros? ¿Qué puedo decir, qué puedo recordar de ellos?
Ahora sé que entre la incomodidad del silencio y la impostura de la memoria hueca, ritual, cuando nada deja en calma mi voluntad de evocar, me queda la plegaria. El Kadish, la oración que los hijos pronuncian por sus padres muertos, la plegaria de los huérfanos que en la tradición judía se repite en el duelo. Yitgadal, veyitkadash shemé raba (Exaltado y santificado sea el nombre del gran Soberano), así comienza, con una invocación del nombre secreto; para decirlo hay que reunir al menos menos a diez varones; en el Talmud se lee este hermoso aforismo: nueve rabinos no pueden decir Kadish, diez zapateros sí. Decir el Kadish y retener en la memoria, esto me queda. Pienso que acaso todos somos hijos del dramatismo indescifrable de la Shoá, que cada judío debería decir hoy una plegaria por las 5400 comunidades exterminadas. Mi Kadish quiero decirlo con las palabras de una amiga, Erika Blumgrund, poeta checoeslovaca que vive en Argentina desde 1948:
”Itgadal veitkadash shemé raba/Por vuestras almas estoy orando/por vosotros/los que no tenéis sepultura/ digo el Kadish./Con ceniza cubro todos los días/ mi cabeza/ porque es para siempre/ mi duelo/ por vuestros cuerpos incinerados/ y por siempre acecha el espanto/ en mi corazón./ Millones de vidas/pretéritas y apagadas/pero en el recuerdo siguen despiertas/las caras desgarradas por el pánico/me persiguen en sueños/risas burlonas de esos jueces/ensordecen mis oídos/envueltos/ por los vapores azules del gas/apretados unos contra los otros pobrecitos/hasta sentir cumplidos sus destinos./Un último grito de muerte ahogado/ y ya todo pasó./ Itgadal veitkadash shemé raba/ digo el Kadish para vosotros/cuyos restos mortales no reposan en ninguna parte.”
Este poema fue escrito por Erika Blumgrund, sobreviviente de Terezín, y traducido del alemán por Jorge Hacker.