La crónica periodística dice que el 30 de enero de 1933, Adolf Hitler, austríaco, cabo del ejército en la Primera Guerra Mundial y sin profesión conocida, excepto la de agitador político, llegaba a la cumbre del poder en Alemania.
Perdidos por la ilusión de que serían ellos los verdaderos manejadores de los hilos detrás de la escena, una camarilla de políticos conservadores alentaron la postulación de Hitler; persuadiendo al indeciso Presidente Paul von Hindenburg para que nombrara Canciller al ”cabo bohemio”.
Ya instalado en el poder, Hitler los superó en rapidez y habilidad. No sólo suprimió cualquier participación de peso de los conservadores sino que para julio de 1933 abolió los sindicatos, eliminó a los comunistas, social demócratas y judíos de todo rol en la vida política. Al mismo tiempo, comenzó a deportar a sus enemigos a campos de concentración. Luego de la muerte de von Hindenburg, Hitler obtuvo por pleibiscito la suma del poder, concentrando en su persona los cargos de Presidente y Canciller del Reich.
El 30 de enero es, también, el inicio de uno de los capítulos más trágicos de la historia, aquel correspondiente al proceso de exterminación industrial de un pueblo conocido como Holocausto ó Shoá.
Los relatos y memorias del Holocausto suelen caracterizarse por hacer foco, justificadamente, en los millones de exterminados a sangre fría por el nazismo. Sin embargo, es preciso también detenerse en el lado luminoso, si cabe la expresión, de esa tragedia inconmensurable; en las gestas heroicas de miles de salvadores, así como en la suerte e historias de vidas de los que gracias a la solidaridad y el coraje de otros pudieron eludir una muerte segura.
Entre los primeros sobresalen las historias de los diplomáticos Raoul Wallenberg (Suecia), Aristides de Sousa Mendes (Portugal) y Monseñor Angelo Roncalli (luego Papa Juan XXIII), entre muchos otros.
De los segundos es poco lo que sabemos pues sus historias suelen ser ocultarse tanto detrás de las víctimas del genocidio como de las acciones heroicas -y en algunos casos hasta increíbles- de los salvadores. Pero si de algo efectivamente tenemos conocimiento es que las vidas salvadas provocaron con el correr de los años la feliz multiplicación de la descendencia. Algunas estimaciones indican que los 1200 salvados por Oskar Schindler permitieron que más de 6.000 personas estuvieran vivas para mediados de los años ’90.
La solidaridad y el coraje de los salvadores ejemplifican el verdadero sentido de la sacralidad de la vida, tal como la entienden las escrituras, no sólo del judaísmo sino tambien del cristianismo. En el reflejo que irradia la vida de los salvados vemos en positivo la desgarradora realidad de la imagen inversa; la matanza, la interrupción de un futuro y de todos los futuros posibles a los que tiene derecho una persona; la supresión de todas las potencialidades; el imperio de la destrucción por la destrucción misma.
La Fundación Wallenberg rinde tributo a todos aquellos que a riesgo de sus propias vidas evitaron que muchas otras fueran segadas por quienes sólo conjugan el lenguaje de la muerte.