Miembro de una familia aristocrática de Suecia, de prominentes banqueros, embajadores y hasta obispos luteranos, Raúl Wallenberg tenía 29 años cuando resolvió abandonar su cómoda vida en Estocolmo (era arquitecto y empresario y estaba de novio con una bella muchacha que después fue artista de cine) para hacerse cargo de una misión diplomática tendiente a ayudar en Hungría a los judíos perseguidos por el nazismo. Mientras Adolfo Eichmann, que había exterminado ya a 400.000 judíos húngaros, intentaba en Budapest mandar a Auschwitz a los 230.000 restantes, Wallenberg montó dos residencias para albergar bajo la bandera de su país a los perseguidos. Invocando la neutralidad de Suecia (que los nazis necesitaban) y valiéndose de halagos y promesas de inmunidad futura a la esposa de uno de los ministros del gobierno títere de Ferenc Szalasi, logró que se le permitiera otorgar pasaportes de protección a quienes tuvieran vínculos o parentescos en Suecia. En algún momento, cuando los militantes de las Flechas Cruzadas (húngaros pro nazis) atacaron la embajada sueca y lo privaron temporariamente de su automóvil, Wallenberg llegó a recorrer en bicicleta las calles de la ciudad, plenas de peligro y actos de violencia, para rescatar a los seres humanos a los que protegía contra el horror cotidiano.
Cuando Eichmann ordenó llevar a pie a mujeres y niños judíos hasta la frontera con Austria, para conducirlos desde allí en trenes a Auschwitz, y a los hombres al frente ruso pudo verse al costado de los caminos a la figura legendaria de Raúl Wallenberg, parado con su largo saco de cuero y sombrero de piel al lado de su auto, liberando con sus pasaportes a miles de personas y brindando a los demás medicinas y alimentos.
En los primeros días de 1945, cuando los rusos estaban a punto de entrar a Budapest, el jefe de las S.S. tuvo la intención de aniquilar a los 95.000 judíos que quedaban en los dos ghettos de la ciudad. Mediante la amenaza de pedir su juzgamiento futuro por crímenes de guerra y también con dádivas de alimentos a la policía húngara, Wallenberg logró evitar la tragedia definitiva. Poco después, los soviéticos entraron a la ciudad, detuvieron a Raúl y este desapareció para siempre. Este joven idealista tenía entonces solamente 31 años.
Arístides de Sousa Mendes, en cambio, era un hombre maduro, conservador, de 55 años de edad, cuando la guerra lo encontró en Burdeos como cónsul de Portugal. Era católico y monárquico; había llevado una vida apacible como diplomático de carrera y había tenido con su esposa 14 hijos. En setiembre de 1940, al producirse el ingreso de las tropas nazis a Francia, llegaron huyendo hasta Burdeos periodistas, intelectuales, artistas, políticos franceses, militares extranjeros que se habían manifestado contra el fascismo y familias enteras de judíos perseguidos. Para los que no tenían dinero para un viaje en barco, la alternativa era Portugal, pues los guardias fronterizos españoles permitían el paso a quienes tuvieran visas lusitanas. Pero la orden del presidente portugués Oliveira Salazar era terminante: no debían emitirse visas a hebreos ni a otras personas ”indeseables”.
El cónsul abrió sus oficinas y hasta su casa particular a los fugitivos y las habitaciones se llenaron con cientos de personas, que dormían en el piso y en las escaleras. Acosado por la angustia de la gente, sabedor de que los judíos iban a ser enviados a campos de exterminio, Sousa Mendes resolvió desobedecer. ”Nuestra Constitución establece que ni la religión ni las creencias políticas pueden ser usadas para rechazar la permanencia en Portugal”, les anunció una mañana a los refugiados y otorgó miles de visas. A los tres días los nazis bombardearon Burdeos y el cónsul debió huir por la misma ruta que sus protegidos. En el camino siguió firmando visas, inclusive sobre trozos de papel de diario. La dictadura portuguesa reconoció los pasaportes visados por el cónsul y brindó asilo a cientos de miles de refugiados, pero detuvo a Sousa Mendes, lo juzgó y lo destituyó. Su nombre fue proscripto, su casa de Cabanas de Viriato rematada y, en 1954, murió en la ruina. Algunos de sus hijos fueron sacados del país por la sociedad de Ayuda al Inmigrante Hebreo. Recién en 1987 su memoria fue rehabilitada por el presidente Mario Soares.
Sousa Mendes no fue un joven audaz como Wallenberg, que se ofreció voluntariamente para una misión riesgosa, sino un hombre mayor que, en el momento crucial de su existencia, supo elegir con conciencia y valentía el camino del deber moral y el honor de funcionario. Ambos tuvieron el coraje de luchar por la paz y la convivencia entre los seres. La obra y los valores de estas dos figuras universales nos reconcilian con el género humano y nos recuerdan que, en las tenebrosas horas de la ignominia es cuando estamos obligados a defender el principio de que cada ser humano, no importa su religión o su color de la piel, debe ser respetado en su vida, su dignidad y sus derechos. Ese es el legado de Sousa Mendes y de Wallenberg, que estamos obligados a mantener vivo.
* José Ignacio García Hamilton fue recientemente distinguido, por la Fundación Internacional Raúl Wallenberg, con el premio ”Arístides de Sousa Mendes”.
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