El 4 de agosto Raoul Wallenberg habría cumplido 90 años. Si actuáramos con la cautela, las precauciones y el sigilo de la oficina de desaparecidos de cualquier cuerpo de seguridad, diríamos todavía hoy que no sabemos si Wallenberg está vivo o muerto, pues nunca más se le vio después de que el 17 de enero de 1945 fue arrestado por el ejército ruso en Budapest. Tenía apenas 33 años.
A pesar de esta circunstancia tan insólitamente ingrata e injusta, pese a que esta misteriosa desaparición nos ha privado de que rindamos honor permanente a los que deberían ser sus restos mortales, nos basta el recuerdo indeleble, la memoria heroica y humanísima de sus actos durante los años finales de la Segunda Guerra Mundial, para que la perennidad de su presencia actuante tenga vigencia en el tiempo.
¡Cómo no exaltar el recuerdo de un hombre que cada día que pasa crece a los ojos de los que hemos venido después al mundo, como un símbolo inclaudicable de dignidad consigo mismo y solidaridad infinita hacia el prójimo! Por ventura su acción benefactora, convencidamente samaritana, acaso un designio de Dios, hizo posible que un centenar de miles de judíos escaparan del exterminio nazi.
Lo que comenzó siendo una responsabilidad oficial vagamente definida de auxilio a la comunidad judía residente en la capital húngara resultó, a la postre, un apostolado asumido a conciencia por Wallenberg, quien rehusó la posibilidad de dirigir su misión a distancia, desde su natal Estocolmo, y se apersonó él mismo en Budapest a llevarla adelante, a plenitud, corriendo todos los riesgos, sobrepasando todas las expectativas formales de las tareas previstas.
Si Wallenberg se hubiera quedado en el significado burocrático de sus deberes, habría podido, igual en Budapest que en Estocolmo, arrellanarse en la silla giratoria de su escritorio de trabajo y desde allí planificar y poner en marcha esas acciones de auxilio a los judíos de Hungría. Si así hubiese procedido seguramente habría vivido, con su cultura y su fortuna, muchos años pletóricos de bienaventuranza, habría tenido nietos y, consecuentemente, unos 100 mil judíos más habrían perecido vilmente en las cámaras de gas de Himmler, el sofisticado y perverso verdugo que entraba a su casa -después de firmar, sin que le temblara el pulso, cada día, durante más de doce horas, el pasaporte a la muerte de miles de descendientes de Moisés- a la medianoche, en puntas de pie, quitándose los zapatos, para no despertar al canario de su casa.
Lo admirable de la conducta solidaria de Wallenberg es que, en una transmutación interior que quizás ni él mismo notó, dejó de ser de la noche a la mañana el supernumerario distante y atildado para convertirse en un partisano, sin horario y sin horas de descanso, al servicio de la causa judía, esto es, entregando sus energías, su voluntad y su alma íntegra, en las dos acepciones del vocablo, en procura de la salvación de nuestros antecesores perseguidos, cuando no sometidos, por la bestia nazi. Sin percatarse entregó su existencia toda a ese noble propósito, sin temer nunca al peligro que lo acechaba por combatir tan al descubierto el plan nazi de exterminar a los judíos de Budapest. Realmente fue un comportamiento temerario y bravío. Fue un valiente a toda prueba, de pies a cabeza.
Vista a la distancia del tiempo, la proeza existencial de Raoul Wallenberg se torna inconmensurable, apoteósica, casi sin parangón en la historia, no tan luenga ni tan fecunda, de la solidaridad humana. En poco menos de dos años sacó de las garras del nazismo a unos 100 mil de sus semejantes. Todos ellos judíos, execrados y vilipendiados a voz en cuello por el solo hecho de serlo. Este sueco excepcional entregó los años más fecundos de su vida, y a conciencia, a preservar la simiente judía. Ejecutoria de tan altos quilates morales se agiganta ante la constatación de que Raoul Wallenberg no era él mismo judío, lo cual significa que la temeridad y la valentía se aunaba la solidaridad en su manifestación más elevada y desinteresada.
Ese hombre estaría cumpliendo, si estuviera vivo, 90 años. Los judíos del mundo los estamos celebrando como si lo estuviera: como si Wallenberg, el gentil, ya no existiera y, en su lugar, en su alma, hubiera resucitado un Wallenberg judío. A ese Wallenberg, en cuyo nombre se ha construido una Unidad Educativa Preescolar en Catia, en el corazón de Caracas, lo estamos recordando hoy como si fuera uno de los nuestros. Y cuando la Cancillería venezolana, como lo ha prometido su titular Roy Chaderton, coloque su busto de bronce en las inmediaciones de la Casa Amarilla, allá iremos a visitarlo, a rendirle honores una y otra vez, porque en el judío la gratitud es milenaria como su destino.
Nuevo Mundo Israelita Digital
Semanario de la comunidad judía de Venezuela Año XXX Nº 1430 7 de Tammuz del 5763 al 14 de Tammuz del 5763 Nº. 53
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