Si el Holocausto pudiese ser conmemorado por una moneda, ésta tendría dos caras totalmente opuestas: de un lado estaría representado el exterminio industrial de seis millones de personas, y del otro, el heroísmo singular de los Justos Gentiles, aquellos no judíos que estuvieron dispuestos a sacrificar sus vidas para salvar las vidas de judíos. Esta cara de la moneda seguramente proyectaría la imagen de Raoul Wallenberg, quizás el más prominente de todos ellos. Su epopeya se transformó en una leyenda. Para muchos, Wallenberg es la prueba concreta de que los mitos se pueden convertir en realidad.
Descendiente de una familia aristocrática sueca, Wallenberg tenía en 1944 apenas treinta y dos años, cuando, merced a una iniciativa estadounidense, se le ofreció encabezar una misión de alto riesgo para auxiliar a la comunidad judía de Budapest, amenazada por el exterminio. Podría haberse quedado en su país natal y evadido los peligros que lo aguardaban en Hungría. Pero aceptó y se abocó así a su misión con absoluta determinación, emprendiendo un camino sin retorno.
Con la ayuda de otros diplomáticos extranjeros, Wallenberg se dispuso a obstruir los planes que las fuerzas nazis y sus aliados húngaros reservaban para los judíos de Budapest. Perseguido de modo permanente, arriesgaba su vida a cada minuto. Acosado por la muerte, dormía cada noche en un sitio diferente para evadirla. Durante el día, su actividad era frenética. Sin pausa, se dedicaba a buscar refugios seguros y otorgaba documentos de identidad suecos que proveían a sus portadores de la neutralidad de la cual Suecia gozaba. Solía vérselo en las estaciones de ferrocarril, recorriendo andenes, llegando hasta las puertas de los vagones atestados de judíos a punto de partir hacia los campos de concentración, procurando rescatar hasta el último minuto la mayor cantidad de ellos.
De acuerdo con la circunstancia, persuadía, halagaba o amenazaba a sus interlocutores para trabar o demorar la estrategia genocida. Cuando hacía falta sabía jugar al límite.
En conversaciones con Adolf Eichmann acostumbraba jactarse de su origen judío y del orgullo que por ello sentía. El humor macabro de sus palabras escondía cierta dosis de verdad. Wallenberg era, en parte, de descendencia judía. Pero no existe la más mínima evidencia de que por ello haya aceptado su riesgosa misión diplomática en Budapest.
Entre los judíos húngaros el apellido Wallenberg fue pronto sinónimo de una esperanza desconocida hasta entonces.
Wallenberg era un héroe sin armas. Sólo disponía de su inmunidad diplomática, que poco valía ante la impiedad del nazismo. No poseía ningún instrumento de lucha fuera de la palabra. Su imaginación reemplazó a la fuerza y su destreza intelectual, al fusil. Enfrentó todos los peligros con la valentía de un héroe de saga escandinava, aunque sin espada.
En una hazaña inigualable durante el Holocausto, logró, directa e indirectamente, salvar la vida de 100.000 personas.
El 17 de enero de 1945 las tropas soviéticas, que acababan de liberar Budapest, lo arrestaron y su paradero se desconoce hasta el día de hoy. Desapareció para no volver a ser visto nunca más.
Wallenberg es un héroe sin tumba. El destino de los Justos Gentiles ha sido variado y, en parte, trágico. Wallenberg es apenas el ejemplo más destacable y conocido. Muchos perecieron, otros sobrevivieron. A la mayoría los ha ganado el olvido. Están también aquellos que no aceptaron recibir ningún signo concreto de gratitud, pues lo que hicieron, según ellos, no fue más que cumplir con su deber de seres humanos. Puede decirse que el Holocausto ocurrió a pesar de los Justos Gentiles.
Casa Argentina en Jerusalem, organización no gubernamental, ha creado la Fundación Internacional Raoul Wallenberg para honrar la memoria del ex-diplomático sueco y recordar a este Héroe sin Tumba.
* Yoav Tenembaum es Historiador y analista político. Miembro del Comité Ejecutivo de la Fundación Internacional Raoul Wallenberg