Entre el 9 y 10 de noviembre de 1938, el régimen nazi perpetró el pogrom más grande de la era moderna (aun si se lo compara con los progroms de la Rusia zarista), en contra de la población judía de Alemania (que incluía entonces las regiones anexadas de Austria y el Sudetenland checho).
Hogares y negocios judíos fueron vandalizados. Alrededor de 270 sinagogas fueron destruidas y cerca de cien personas resultaron asesinadas; aproximadamente treinta mil hombres judíos fueron deportados a campos de concentración.
Mientras esto ocurría, en el seno de la Europa civilizada, las naciones del mundo contemplaban los hechos con horror, pero continuaban manteniendo relaciones amistosas con el régimen nazi.
Quedaba claro que desde ese momento en adelante el régimen nazi utilizaría todo método de terror necesario para desplazar por la fuerza no solo a los judíos que habitaban Alemania, sino que a todos aquellos que vivían en los países que los nazis intentaban conquistar.
Poco tiempo después de la Noche de los Cristales Rotos, en enero de 1939, Hitler mencionó públicamente la «exterminación» como herramienta para «limpiar» a Europa de judíos. Fiel a su palabra, la exterminación masiva de judíos comenzó en junio de 1941 y continuó sin disminución hasta la derrota de Alemania, cuatro años después.
En el siglo XVIII, el filosofo político británico Edmund Burke escribió: «Lo único necesario para que el mal triunfe es que los hombres de bien no hagan nada». Lamentablemente, la advertencia de Burke se convirtió en realidad ante la falta de respuesta de las naciones del mundo frente a este embate sin precedentes contra las normas de larga vigencia de la conducta humana civilizada.
Por cierto, la Conferencia de Refugiados de Evian, que tuvo lugar con anterioridad, en julio de 1938, con la participación de 32 naciones, dio a entender a los nazis que los países del mundo no estaban preparados para abrir sus puertas a los judíos que estaban siendo expulsados de Alemania.
Meses después de la Noche de los Cristales Rotos, en mayo de 1939, el barco Saint Louis, con más de novecientos judíos a bordo, que fueron confirmados para emigrar a los Estados Unidos, fue forzado a retornar a las costas europeas.
Muchos de sus pasajeros encontraron su muerte después, durante el Holocausto. Ese mismo año, el Congreso de los Estados Unidos archivó un proyecto de ley del senador Robert F. Wagner (Nueva York) y de la congresista Edith Rogers (Massachusetts) que contemplaba la admisión de 20 mil niños judíos de Alemania a los Estados Unidos, siguiendo el ejemplo del Kindertransport, de Inglaterra, a pesar de las garantías de que el costo del hospedaje y el cuidado de esos niños sería financiado exclusivamente por organizaciones judías.
Lo aquí expuesto, así como otros eventos desalentadores (como la política británica, anunciada en mayo de 1939, de cerrar las puertas a Palestina, permitiendo el ingreso solo a un número minúsculo de judíos) eran señales para el liderazgo nazi en el sentido que, a pesar de las protestas, las naciones del mundo, por cualquiera sea la razón, no estaban interesadas en el bienestar de los judíos.
Es que, para las mentes demenciales de los nazis, eso significó recibir la luz verde para escalar sus actos de terror contra los judíos, muy por encima de lo que se vio en el inmenso pogrom de la Noche de los Cristales Rotos, y de esa manera deshacerse de los judíos de Europa, lo que desembocó en Auschwitz.
La Noche de los Cristales Rotos debe convertirse en una lección para que se preste atención a la advertencia de Burke y cortar en sus comienzos a regímenes nefastos que se burlan de las elementales normas de conducta civilizada, antes de que victimicen a millones de personas inocentes.
El autor es asesor histórico de la International Raoul Wallenberg Foundation y docente en la Yeshiva University. Entre los años 1982 y 2007 fue director del Departamento de Justos entre las Naciones en Yad Vashem, la Autoridad Nacional del Holocausto en Israel.