Esta vez, las palabras y los gestos parecieron cobrar aún mayor dimensión. El encuentro mismo de judíos y católicos en una parroquia de Buenos Aires para hacer memoria, sobrecogerse y orar juntos en recordación de la Noche de los Cristales Rotos tiene antecedentes, pero por primera vez se realiza después del pedido de perdón exteriorizado en el documento de la Iglesia Católica sobre el Holocausto.
”Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah”, sirvió de nuevo marco al acto que desde hace unos años realizan B’nai B’rith Argentina y la arquidiócesis de Buenos Aires, que esta vez tuvo como imponente escenario la iglesia de Guadalupe, en Palermo. El padre Ignacio Pérez del Viso S.J. y el rabino Mario Rojzman dirigieron la lectura de ese ya célebre texto religioso preparado por el teólogo católico Eugene Fischer y el rabino León Klenicki, circunstancialmente hasta hoy de visita en Buenos Aires. El Coro del Colegio Nacional de Buenos Aires intercaló canciones alusivas, después del significativo silencio con el que se inicia la ceremonia como símbolo de reconocimiento de muchos silencios anteriores que aceptaron persecuciones y fueron indiferentes a la degradación y al crimen.
No fue el único encuentro judeo-católico de estos días en Buenos Aires. En la Sinagoga Mayor de la Argentina y en la Catedral Metropolitana, cristianos y judíos se congregaron para honrar a Raoul Wallenberg, el diplomático sueco que salvó la vida de cien mil personas durante la ocupación nazi de Hungría. El presbítero Horacio F. Moreno, presidente de la Casa Argentina en Jerusalén -en cuyo marco se creó la Fundación Internacional de homenaje-, presidió el oficio religioso, a cuyo término se oró también frente al mural que recuerda a las víctimas del Holocausto y a los asesinados en los atentados a la embajada de Israel y a la AMIA, único recordatorio de su tipo instalado dentro de un templo católico en el mundo. El mural se encuentra en la nave lateral izquierda de la Catedral, allí trasladado por voluntad del extinto cardenal Antonio Quarracino, para que estuviera junto a su tumba.
En Guadalupe, veinte años después
Precisamente cuando se cumplan veinte años de su primera peregrinación a suelo americano, aquella que sirvió de virtual estreno para lo que sería uno de los más expresivos signos del estilo de su pontificado, Juan Pablo II, una vez más, pisará suelo mexicano. Entonces, llegó al santuario de la Virgen de Guadalupe, patrona de América, antes de inaugurar la asamblea episcopal de Puebla. Esta vez, el próximo 22 de enero, la visita también tendrá carácter continental: como lo prometió en Roma hace un año, el Papa llegará para promulgar en estas tierras la Exhortación Apostólica Postsinodal para América, que bien podrá ser algo así como la carta magna de la nueva evangelización.
Los centenares de cardenales y obispos del continente que hace un año, durante cuatro semanas de encuentro, oración y discusiones junto a la basílica de San Pedro, prepararon y votaron el texto, ya recibieron la notificación y el programa de la visita. El día de su llegada, ante obispos de todo el continente, el Papa firmará la Exhortación y la entregará al día siguiente, durante la misa que presidirá en la basílica de Guadalupe. El Papa, además, presidirá otra misa multitudinaria, visitará a los enfermos del hospital Adolfo López Mateos, y el lunes 25 de enero, en el estadio Azteca, mantendrá un encuentro con representantes de todas las generaciones del siglo que termina. Un día después, Juan Pablo II viajará a Saint Louis, Missouri.
Con la promulgación de sus conclusiones, el Sínodo de América tal vez pueda ser rescatado como lo que fue, un acontecimiento religioso, sentido que, de alguna manera, se fue diluyendo porque pareció prevalecer un criterio más inclinado sólo a valorar y privilegiar los documentos. A lo largo de este año -desde la inolvidable clausura presidida por el Papa-, tanto aquí como en muchas otras partes se extrañó una acción pastoral sostenida, capaz de abrir espacio para que los obispos, los padres sinodales, sus verdaderos protagonistas, pudieran dar testimonio de sus enriquecedoras vivencias de aquellos días de oración y trabajo en Roma, que hicieron posible el texto que promulgará el Papa.
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